lunes, 21 de marzo de 2011

Entre risas y flores, se fueron consumiendo las botellas


“Tómate un respiro (…)”, me decía Gloria Estefan al oído, cuando salí de mi casa. Pero al tomarme un respiro en el centro de Medellín, entendí que tiene que ser en sentido figurado, porque la mezcla de olores entre alcantarilla, polución e indigencia, no me permitieron respirar profundo sin terminar con una tos seca. Por lo tanto, pretendí entender lo que me decía la canción en una forma diferente, decidí que lo que haría, sería darle un giro a mi forma de ver las cosas, tomarme el tiempo de observar y hacer a un lado la cortina que la cotidianidad le pone a mis ojos diariamente.

Me vestí muy descompilada, con colores neutros para no llamar mucho la atención (eso lo aprendí en una novela de “detectivas” que dan por televisión). Empecé a caminar por la ruta que recorro todos los días para coger el bus que me lleva a la Universidad. Generalmente, no miro a nadie, camino rápido y con un rumbo definido, por el miedo natural que a diario crece con respecto a la inseguridad en Medellín. Pero ese sábado en la tarde, mi actitud cambió: mis cinco sentidos se pusieron a disposición de la ciudad.

Una serie de personajes comenzaron a cruzarse en mi camino, entre ellos, un embolador de zapatos, un vendedor de Bon Ice, una moto de la policía tirándole agua a una mujer indigente para que se quitara de la acera porque estaba obstruyendo el tránsito de peatones, lo que me pareció una medida algo indigna para tratar a un ser humano. El que más me impresionó, fue un vendedor de cuchillos que se me acercó con una sonrisa destacada, no por su blancura, sino por la falta de un diente incisivo (los de la mitad de la boca). El hombre tenía un aspecto algo macabro por su actitud provocadora para acercarse a mí y por el producto tan bélico que me estaba ofreciendo. Apuntándome con tres cuchillos me dijo:
-Mami, lleve los cuchillos, están muy bien afilados y le sirven pa lo que sea- acto seguido, tomó dos de los cuchillos y los empezó a golpear entre ellos para mostrarme que sí estaban afilados. Yo le dije que no tenía plata, que otro día se los compraba, él se quedó mirándome fijamente, me acercó más los cuchillos que tenía en su mano (o por lo menos eso sentí yo que ya estaba algo atemorizada) y replicó: -vea mona, se le ve en la cara que usted es de platica, colabóreme así sea con una moneda-. Pues me tocó darle una moneda de doscientos y por fin se fue.

El calor me golpeaba a pesar de que la tarde estaba nublada y había llovido muy suave más o menos una hora antes de que yo saliera. Para ese entonces, ya estaba en la esquina de abajo de mi casa, en Giraldo con Colombia. En aquel lugar, vi un sitio llamado “Heladería Capri”, que me impactó porque estaba lleno de hombres que se voltearon a mirarme silbando y con gestos sexuales; uno de ellos se tocó la parte íntima que los hombres tienen entre sus piernas y pronunció un piropo que no he podido entender muy bien: -uy reina, con esos botones pa´ que control-. También me intrigó que se llamara heladería porque, hasta donde yo vi, no vendían ningún helado, lo que tenían eran máquinas tragamonedas, música de cantina y mucho licor. Al frente de esa “Heladería”, estaba la Placita de Flores, que al leer su letrero (algo que nunca había hecho a pesar de pasar por allí diario) noté que en realidad se llama “Placita de Flórez”, porque el Flórez es de apellido (en honor a Rafael Flórez, un señor que donó el terreno para que se construyera la plaza allí) y no de flor como yo pensaba. Abajo del letrero dice: Patrimonio de los antioqueños.

Crucé la calle y entré a la Placita. El edificio, de dos pisos de alto y una cuadra de ancho, es de color mostaza. Tiene varias entradas, por delante, por detrás y por los costados. Yo entré por la puerta de adelante, que corresponde al parqueadero donde cuadran los carros que llevan las flores, las verduras, la carne, las hierbas y todo lo que se comercializa en el lugar. El ambiente es el de una plaza de mercado, eso se percibe desde el parqueadero, aunque yo aquel día no entré. Me senté en una cafetería muy pequeña que estaba a la izquierda de la entrada principal, en el garaje. La tiendecilla, tenía una barra en madera (algo sucia) y unos “butacos bailarines” de diferentes colores. Pedí una cerveza para empezar a observar el ambiente donde las flores son protagonistas. El que atendía, era un muchacho al que no le puse más de 16 años, tenía una cara pulida, era bien parecido, cosa que me sorprendió pues no había visto el primer hombre lindo durante todo mi recorrido.

Comencé a tomarme la cerveza, que estaba como mandada a hacer para el calor que hacía y uno de los vigilantes se me acercó diciéndome: -Cuidado se emborracha-, yo le contesté: -nadie se emborracha con una cerveza, o ¿si?- él respondió: -se va a dar cuenta de que aquí nadie se va sin tomarse por lo menos unas cinco cervezas y salir mareado-. Yo me reí y asentí con la cabeza dando por hecho que ese no sería mi caso. Pero, como siempre: “(…)La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡hay Dios!(...)”, sonó ese reconocido “disco” y así fue, aún no sabía las sorpresas que me traería la vida aquella tarde.

Para el momento, la voz de Gloria Estefan había quedado apagada con mi MP4, porque la música de la “tienda-cafetería”, acaparaba todo mi sentido auditivo. Estaba sonando la emisora “Rumba Estéreo” con diversas canciones de guasca, vallenato, salsa, merengue, entre otros géneros. La música ambientaba aquel escenario de plaza, con todos sus trabajadores entre verduleros, carniceros, venteros, cargadores. A pesar de ser una plaza de flores, el olor a flor era opacado por el hedor característico del centro (el que mencioné al empezar esta historia). Por mi mente pasaban pensamientos asombrosos porque me sentía tan cómoda y segura en ese lugar, que nunca nadie se lo habría podido imaginar.

-Usted tiene cara de universitaria-, me dijo el que atendía la tienda. Yo me sentí “pillada” y me puse nerviosa así que le dije: - ¿Yo universitaria?, no para nada-, él suspiró y me preguntó: -ah, pero ¿no sabes cómo se llama el aparato que mide el viento?-, yo, ya más tranquila porque había visto un crucigrama que él estaba haciendo le respondí: - Hay, yo no me acuerdo, espérate…creo que es algo que da vuelticas, como veleta o algo así-. Me sentí inculta por no saber eso, de alguna forma yo había llegado con una actitud de sentirme la “tesa” en un lugar donde la gente no es muy culta, pero estaba tan equivocada que un viejito, que se estaba tomando un trago de ron, respondió: -mijo, lo que mide el viento se llama Anemógrafo-. El muchacho revisó y efectivamente la palabra cuadraba. Cuando llegué a mi casa consulté en google porque no lo podía creer y efectivamente era cierto. Entendí que los prejuicios no sirven para nada en la vida y que no se pueden juzgar los lugares y las personas sin “empaparce” antes de ellos.

Mi cerveza ya estaba medio llena (para ser optimistas) alcé la mirada y vi una Virgen con el niño en sus brazos ubicada en todo el centro del techo de la Placita. Aquel personaje, observa las actividades diarias de allí que comienzan desde las cuatro de la mañana, cuando los carros y camiones llegan cargados de flores. Esa imagen de la madre por excelencia, vigila aquel referente cultural, comercial y hasta medicinal de Medellín, en el cual yo me encontraba. Y tanto lo vigila que a la izquierda y a la derecha de ella, instalaron dos cámaras de seguridad “como pa reforzar la vigilancia”, me dijo Wilfor, el muchacho que me vendió la cerveza y que ya me había dicho su nombre después de preguntarme el mío.

“(…) Volveré, volveré, porque te quiero, porque me muero, volveré (…)” cuando sonaba esa canción llegó “El peluche”, un hombre de unos 28 años, de escasa estatura y vestido con una camisa de estampados brillantes. –Entonces qué peluche- lo saludó Wilfor y empezaron a hacer chistes entre ellos que me causaron gracia sin poder contener mi risa. “Peluche” me miró con una sonrisa “de oreja a oreja” y me dio la mano: -Mucho gusto bebecita ¿bailamos?- Nuevamente fue imposible contener mi risa porque él tenía una cara y una actitud muy graciosa, además me parecía muy loco ponerme a bailar en medio de la Placita, en el parqueadero. Pero él no me dio ni la más mínima oportunidad de responderle porque me jaló del brazo y quedé parada a su lado. Ya era demasiado tarde, terminé bailando toda la canción.

-¿Se va a tomar otra mi amor?- Me preguntó “Peluche” con la cara de galán que con esfuerzo logró hacerl, yo le dije que bueno y Wilfor me destapó otra Pilsen. La conversación fue fluyendo entre los tres y otros trabajadores más de la Placita que se acercaron a fumar o tomarse un trago. Los temas de conversación pasaron entre equipos de fútbol, espantos, agüeros y hasta estafas que hacen los taxistas. Para ese entonces ya me había tomado cuatro cervezas y estaba empezando la quinta (todas habían sido pagadas por “Peluche” y después por “El negro”, otro muchacho que se acercó).

-Si ve que sí se emborrachó- me dijo el celador, yo sonreí y asentí con la cabeza dándole la razón a lo que él me había dicho al principio. Por efecto de las cervezas o por alguna extraña razón, “El negro” me estaba pareciendo más lindo y atractivo de lo normal, a pesar de lo irracional que es para mí pensar que me gusta un trabajador de la Placita de Flórez. ÉL, era un joven de unos 24 años, mulato (muy moreno), con una linda sonrisa, con un piercing en la ceja izquierda y unos ojos expresivos; era cargador de flores y estaba vestido con una sudadera verde limón y una bata blanca similar a la de un médico. Tenía una energía muy linda, supe que era una buena persona sin necesidad de conocerlo a fondo.

“Hablando de mujeres y traiciones, se fueron consumiendo las botellas (…)”, ese reconocido “tema” de Vicente Fernández, le dio una melodía a mi partida. “El negro” y Wilfor la cantaron mirándome, como si todas las mujeres mereciéramos que nos dedicasen esa canción; así que sonreí y descubrí que por lo menos sí había cumplido la parte de consumir botellas. Le di una última mirada al lugar, observando que, a pesar de que ya habían cerrado las puertas de la Placita, muchos trabajadores estaban en aquella tienda sentados, bailando, riendo y tomándose unos tragos. Y yo, por un día, había sido parte de aquel encantador lugar, no tanto a la vista, pero sí en cuanto a la alegría y la amabilidad de la gente que entrega su vida a la plaza.

En un principio, mi plan era aislarme del ruido y las conversaciones para observar únicamente una remota esquina del centro y escuchar la hermosa composición de Gloria Estefan, que siempre me pone los pelos de punta. Pero terminé descubriendo, en aquel patrimonio con 118 años de historia, algo muy obvio pero que a veces se me olvida: la ciudad está habitada por seres humanos que sienten y merecen atención porque son los que construyen la tranquilidad y el caos que le da sabor a la vida.

1 comentario:

  1. mujer q buen blog ese es wl verdadero espiritu de Medellin, esa es la parte y las personas q la mayoria se niegan a conocer por los prejuicios,esas son la clase de personas q merecen se escuhadas y conocidas.
    te felicito fue muy entretenido leer tus articulos lo seguire haciendo.

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