martes, 22 de marzo de 2011

Jugando a vivir


“Todos pasan por mí, yo nunca paso por nadie.
Todos preguntan por mí, yo nunca pregunto por nadie”.
Querido lector, lo reto a que descifre este acertijo antes de terminar de leer las divertidas hazañas que se narrarán a continuación.

¿Por qué en los juegos de niños siempre hay tanta discriminación? Cuando yo jugaba a las mamacitas con mis primos ni siquiera clasificaba a ser humano, no, yo era el perro ¡El bendito perro! Me tocaba ir en cuatro, ladrando y hasta mover la cola. Por eso es que toda mi vida he apoyada la frase célebre del reconocido filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau: “El hombre es naturalmente bueno, es la Sociedad quien lo corrompe”. Y la sociedad lo empieza a corromper a uno desde la niñez porque el que no es malicioso y “avispado” no sobrevive a la crueldad de los niños y termina traumatizado.

Yo por lo menos no me traumaticé y seguí la costumbre de ser maldadosa con un primo que nació después de mí al cual le realicé una serie de travesuras tormentosas que me da vergüenza mencionar. Pero bueno, el punto que quiero sostener es que yo aprendí de esa misma maldad, yo era inocente pero me volví cruel. Y así es la vida aunque no puedo negar que he gozado mucho de mi niñez prolongada, porque aún a mis 24 años, la sigo viviendo.

Sin lugar a dudas soy una persona alegre e inmadura, me encanta reírme de todo, hasta de mí misma, que es lo más común pues soy una persona muy torpe, me tropiezo con todo, me resbalo y paso “vergüenzas”; mis amigos me dicen “La Mr. Bean criolla”. Por eso no me sorprendió que mis amigas del colegio organizaran una pista jabonosa para celebrar el nuevo trabajo que conseguí.

La organizaron en la zona infantil del colegio en el que estudié hasta el 2007, La Enseñanza. La cabecilla del plan macabro fue la rectora, Liliana Franco, que es una religiosa de 35 años a la que llamamos “La novicia rebelde” porque es descomplicada, alegre, juguetona, tiene el espíritu de una niña chiquita y es una amiga más de nuestro grupo. Me invitaron disque a partir una tortica y a tomarnos una copa de vino, enfatizaron en que debía ir bien presentada, arreglada y todo porque la celebración iba a ser con Liliana (la rectora) y que ella quería que fuera algo serio. Así que me cepillé el pelo, me arreglé las uñas, me maquillé y me puse un vestido gris con unas medias veladas negras y unos tacones bajitos.
Eran las 6 de la tarde cuando llegué al colegio. Me recibió Liliana en la portería y me puso una venda en los ojos porque, según dijo, me tenían una sorpresa. Yo accedí confiada porque se trataba de la Rectora y me fiaba de la seriedad del caso. Caminamos un largo trecho bajando escaleras y rampas prolongadas. Paramos cuando llegamos a un lugar algo empinado y yo sentía la textura de tierra y pasto en el suelo con mis zapatos.

De repente sentí como me caía una cascada de agua helada en todo mi cuerpo y me quedé sin aliento, me ahogué del susto y del frío, me sentí ultrajada, “violada”, utilizada, casi me muero. Acto seguido me cogieron entre cinco personas y me tiraron por un plástico que estaba extendido en el piso lleno de agua y jabón que había creado una espuma negra por la combinación con la tierra del suelo. La “pista jabonosa” tenía una longitud de más o menos diez metros y se encontraba en la mitad del parquecito de las niñas de jardín.

Cuando terminé de rodar por ese camino resbaloso lleno de obstáculos y piedras en el suelo que me rompieron mis medias, todas mis amigas (un grupo de siete personas más la rectora) se dispusieron a tirarse encima de mí aporreado cuerpo en “carga montón”. Yo no sé quién fue el bruto que se inventó que el dolor de sentir el peso de más de 4 personas encima de uno es un juego.

Yo no comprendía aún qué estaba pasando y me sentía literalmente aplastada, sin aire no me salían ni los gritos. Pasaron de 5 a 10 segundos que para mí fueron una eternidad; no se quitaban de encima y además estaban muertas de la risa. Quien iba a pensar que mi única salvación fueran los orines. Mientas todas estaban sobre mí, una de ellas se orinó de la risa y se empezó a sentir que fluía una corriente de agua caliente que hizo parar a todas del suelo. Yo quedé extendida en el piso cual caricatura “estripada”. No me podía ni mover, el dolor que sentía en mi cuerpo me hizo dar risa, aún no sé el porqué. Todas estaban gritando y burlándose de la que se había orinado pero yo sentía que la amaba con todo mi corazón, que amaba esa “agüita amarilla cálida y tibia” por salvar todos los huesos de mi cuerpo de una fractura crónica.

Pero el suplicio no había culminado. Otra vez sentí el chorro de agua que había experimentado cundo llegué a la “fiesta”. A alguna se le ocurrió que me lanzaran otro manantial de agua para hacerme levantar del piso y que nos siguiéramos tirando por la pista. La hipotermia se apoderó de mi ser y me levanté en un ataque de adrenalina. Las miré a todas con una cara de desconcierto y eso les produjo más risa aún.

-Levantese pues mija que vinimos a celebrar su paso de la niñez a la adultez o, siendo usted, al adulterio ¡jajajaja!- Dijo Valen, una de mis amigas y todas se volvieron a reír.

-Estas si son muchas desatinadas ¡casi me muero del susto! Además este vestido era nuevo esta es la segunda vez que me lo pongo disque por la celebración… Miren ya como está, quedó pa´ trapo de cocina- Contesté con un tono pasivo pues ya no tenía rabia, me había resignado a la situación.

Y como mencioné al principio, Marcela (yo) llegó siendo naturalmente buena a la fiesta, fue la Sociedad (mis amigas) quienes la corrompieron. Sin importarme vestido, medias o pelo cepillado, me fui a la parte de arriba de la pista, tomé a Liliana (la rectora) abrazada y me tiré con ella a rodar por aquella superficie jabonosa y desnivelada, con piedras que estaban por debajo del plástico pero que lastimaban mucho. Terminamos llenas de pasto y tierra por todo el cuerpo. Todas me miraban y se reían sin parar, yo no sabía que pasaba y cuando bajé mi mirada lo descubrí. Mi vestido era strapless y junto con el brasier se me había bajado hasta la cintura dejando al descubierto la desnudez de mis pechos. Creo que ya quedó claro el porqué de mi alias “La Mr. Bean criolla”. Esa situación mereció que hasta yo me riera de mí misma y lo hice sin poder parar, la verdad no sabía si seguirme riendo o subirme el vestido.

Sacaron la botella de vino y empezamos a tomar a pico de botella. Nos tiramos por esa pista hasta que se nos acabó el jabón. Mi vestido ya se había roto también pero ya no me importaba, estaba cual “marrano estrenando lazo” como dice el dicho popular. Me encontraba eufórica y feliz sin preocuparme por la belleza de mi ropa o mi pelo y me vestí con las mejores prendas de la niñez: el mugre, el despeine, las maldades y el descomplique.

Terminamos el día jugando en los columpios, en el lisadero y el pasamanos. Aunque la travesía por el último fue compleja ya que teníamos las manos resbalosas y más de una nos caímos; yo me di en el “huesito de la alegría” o coxis para efectos científicos. Como ya estaba medio sobria, entrando en los efectos del vino, no me importaba nada. Hice el “murciélago” que consiste en sentarse encima del pasamanos enredar los pies en las barras y tirarse hacia atrás para quedar con el cuerpo y la cabeza colgados; ese fue mi juego favorito cuando era una niña y no lo hacía desde mis 10 años aproximadamente. Lo disfruté mucho aunque el efecto de la gravedad en mi cuerpo aumentó desde mis 10 años hasta mis 22 actuales pues me dio más dificultad y tuve que hacer más fuerza de la que recordaba (gajes de crecer).

Luego me columpié muy alto pero la gravedad nuevamente hizo presencia. Mis amigas me regañaron y me pidieron que me bajara porque el palo horizontal que sostiene la cadena del columpio se estaba doblando mucho por mi peso al punto de casi romperse. Pero yo hice caso omiso, estaba embriagada con las emociones infantiles que me traían aquellos juegos. En ese instante recordé que cuando era una niña me lanzaba del columpio en su punto más alto para caer al suelo como toda una malabarista. Así que me dispuse a lanzarme. Los gritos y regaños que todas me profesaban me entraron por un oído y me salieron por el otro; me lancé desde el punto más alto de la columpiada. Caí sobre mi “huesito de la alegría” otra vez pero con más fuerza. El dolor se hizo más intenso y la embriaguez infantil se evaporó un poco, no me podía parar.

Entre todas me ayudaron y me llevaron hasta los salones de jardín donde habían preparado un asado. Me quedé allí y comimos, tomamos más vino y nos reímos de las experiencias que habíamos acabado de vivir. Notamos que por instantes habíamos vuelto a los primeros años, cuando no nos dejábamos agobiar por la cotidianidad y, por medio de la imaginación, volábamos a mundos felices, soñábamos con ser astronautas o exploradoras o cantantes.

Por lo menos no jugamos a mamacitas, pensé y me reí internamente. Al otro día me desperté con hematomas en todo mi cuerpo, sentándome de lado por la hinchazón del coxis y con un guayabo terrible. Pero a pesar de tanto desgaste físico mi espíritu estaba renovado, por fin pude recordar el verdadero valor de vivir cada momento y disfrutar el hoy, el ahora.

Descubrí que nunca debo olvidar ser una niña; no debo olvidar ser feliz con los pequeños detalles y disfrutar una simple risa, un abrazo, una caída; no debo olvidar soñar, bailar, correr, gritar porque ser “grande” no significa ser aburrido, serio o mal humorado. Hay que dejarse corromper por la sociedad; hay que corromper la tristeza, corromper la monotonía, corromper la violencia, las peleas y dejarse contagiar por el niño interior que todos llevan dentro y que está dispuesto a salir cuando cada uno desee disfrutar la vida.

Bueno querido lector, ahora que ya acabó de examinar este escrito de aventuras y desventuras aquí le dejo la solución al acertijo: La calle. Espero haber tocado la fibra infantil que lleva usted dentro.

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