lunes, 28 de febrero de 2011

El juego de la codicia


Cuando el narcotráfico no es una realidad ajena

Juan Fernando Toro y María Eugenia Gaviria, son dos personas comunes y corrientes, de clase media alta. Sus vidas fueron “normales” y acordes a los valores y parámetros sociales, hasta que tomaron una decisión que cambiaría sus vidas para siempre. María Eugenia, cuenta su experiencia, 24 años después.

Nací el 2 de marzo de 1959. Fui criada en una familia muy católica, con unos valores claros de honestidad, respeto, rectitud, entre otros. Mi casa quedaba en Laureles, uno de los mejores barrios del momento y mi familia siempre me proporcionó una vida cómoda, por así decirlo.

Yo estudié diseño industrial en la UPB. Por lo tanto, siempre fui muy sensible y apasionada por el arte. Esa pasión, fue quizá lo que me llevó a tomar ciertas decisiones un poco alocadas en mi vida, salidas de mis propios límites. Allí, en la Universidad, conocí a Juan Fernando, quien siempre fue, ha sido y será mi mejor amigo y confidente.

Tanto él como yo compartíamos un sueño: graduarnos e irnos del país a estudiar inglés y diseño en computadores. Pero era un sueño difícil de realizar porque no contábamos con el dinero suficiente ni los medios para hacerlo. Nos graduamos, pasaron dos años y los dos estábamos sin trabajo, aburridos, con ganas de hacer algo diferente.

Fue entonces cuando nos llegó la propuesta…algo que nunca nos habríamos imaginado que haríamos. Creo que a nadie, que ha vivido en un mundo con comodidades y abstente de situaciones hostiles, se le puede llegar a pasar por la cabeza que una oferta como la que nos presentaron, se hiciese atractiva ante nuestros ojos.
Pero, de hecho, lo más impredecible es, en ocasiones, lo más factible. Así que no lo pensamos mucho y aceptamos. Nos iríamos a Nueva York, la capital del mundo, con la visa asegurada, 2 mil dólares mensuales, apartamento amoblado y carro. Aunque suene muy atractivo, ese viaje tenía su precio: Nuestra misión sería guardar cocaína en el apartamento donde viviríamos y transportarla a los compradores, para luego llevar el dinero a los distribuidores.

El contacto con esa “organización” criminal, nos lo hizo el esposo de mi hermana menor, Sergio López. La tía de Sergio, Sofía Álvarez, estaba casada con el narcotraficante a cargo, que se llamaba Hernán Galeano. Ellos eran una organización pequeña, conformada por el mencionado Hernán Galeano, Hernando Paniagua y Ella, Sofía. Su labor era comprar droga en Miami y distribuirla, venderla en Nueva York.
Cuando aceptamos la propuesta, nuestros objetivos y metas eran estudiar costase lo que costase y conocer. Era nuestro sueño hecho realidad a un alto costo; un maquiavélico costo donde, para nosotros, el fin justificaba los medios.

La visa la aprobaron inmediatamente. Nos habían dado documentos falsos, declaraciones de renta falsas, informes de contabilidad, certificados laborales. Incluso, a Juan Fernando le dieron una libreta militar falsificada porque él no la había sacado. Los “narcos “contaban con infiltrados en el DAS, en empresas, en todas partes. Por eso nos dieron esa visa tan rápido.

Era 1985 y emprendimos nuestro viaje. Mi convicción radical del propósito académico que estaba persiguiendo, me ayudaba a disimular un sentimiento de culpa y de miedo que había en mi interior. Pero Juan Fernando, no podía hacerse a sí mismo ese trabajo mental tan fácilmente como lo hacía yo. En él, eran más evidentes todas las emociones que trae medírsele a semejante labor.

Nuestro apartamento quedaba en Queens, un barrio de New York. Allí guardábamos los kilos de coca en un baúl con un candado que tenía una clave especial (la clave en un principio fue secreta, luego me la confiaron a mí). En ese baúl cabían aproximadamente unos 50 kilos, es decir, 50 paquetes, cada uno de 1 kilo. Cada paquetico tenía el valor de 25 mil dólares (unos 50 millones de pesos) y en cada entrega, eran mínimo unos 4 kilos, o sea, unos 100 mil dólares (unos 200 millones de pesos en efectivo) que debíamos llevar a Hernán Galeano, y yo los cargaba en mi bolso.

Cuando llegaba la coca de Miami, ellos no la dejaban en el baúl de un carro que parqueaban en un supermercado. Nuestra labor, era ir a mercar, luego ir con las bolsas del mercado (que eran de papel) con los alimentos a ese carro, abrir el baúl donde estaban los 50 paquetes de cocaína, sacar el mercado de las bolsas, meter la cocaína, cubrirla luego con el mismo mercado encima e irnos a nuestra casa a guardarlo. Luego volvía a empezar el ciclo de repartir los paquetes, recibir la plata y llevarla a Hernán Galeano y Hernando Paniagua.

La única condición que pusimos para irnos, era que nos permitirían estudiar. Pero estando allá, ya no querían cumplirnos. Entonces yo me enfurecí y los puse en su lugar, siempre luché por eso, pues en realidad era el propósito del viaje. Así que nos turnábamos para estudiar porque el apartamento no se podía quedar sólo con toda esa droga allí. Un día estudiaba Juan Fernando por la noche y al otro día estudiaba yo. Estábamos matriculados en “Visual Art School”, en el curso de diseño en computadores y en el “Queens College”, en un curso de inglés. Nos dedicamos, además, a visitar todos los museos, a viajar y a ahorrar dinero.

Era un ambiente muy duro, muy pesado, de mentiras, de ambiciones, de miedo, donde nada está seguro, ni la propia vida. Yo era más tranquila, más organizada y “lanzada”, pero Juan Fernando estaba, como se dice vulgarmente, “paniquiado”. Estaba muy perturbado, un día me hizo pasar un gran susto porque tomó un revolver y me dijo que se iba a suicidar, que ya no podía más.

Vivimos muchas situaciones adversas. En otra ocasión, cuando estábamos bajando los paquetes de mercado con la “coca” adentro, pasó una patrulla de policía con unos perros en su interior. Esa escena fue como de película, pasaron lento, junto a nosotros, fue como si el tiempo se hubiese detenido, todo nos temblaba y tuvimos que actuar lo más normal posible.

Como yo era más tranquila y más segura, Hernando y Hernán me tenían mucho respeto, pero a Juan Fernando no. En una ocasión lo iban a matar, todo porque uno de los clientes a los que ellos le vendían la droga, dijo que él se había robado una plata y que lo iba a mandar a “quebrar”. Obviamente todo era una mentira y luego se aclararon las cosas.

Otro problema es que nuestros “jefes” eran “el crimen desorganizado”, no organizado, como suele decírsele. Nunca planeaban nada, una vez me dejaron parada dos horas en una esquina con 80 mil dólares en el bolso, expuesta a cualquier cosa. No tenían un norte, lo único, es que eran unos personajes muy hábiles, muy suspicaces.

En medio de esas situaciones de encierro, de lejanía, de soledad, entre Juan Fernando y yo nació una relación que sobrepasó la simple amistad. Yo quedé en embarazo y, por lo tanto, nos casamos. Pero a los 5 meses de gestación, perdí mi bebé. Ese evento, fue otro dolor que se le sumó a nuestro estado de desesperación.
Y faltaba lo peor. Nos volvimos consumidores de la misma droga que estábamos guardando. A mí me dijeron la clave del candado que cerraba el baúl con la cocaína, ellos abrieron un paquete para repartirlo en pequeñas bolsitas y venderlo por pequeñas dosis. Entonces Juan y yo empezamos a robarnos unos “pases”, con la escusa interna de que serían solo unos pocos. Pero con el tiempo queríamos más y más, sobre todo yo. Hasta que un día Hernán nos descubrió y se alteró en extremo. Desde entonces no lo volvimos a hacer. Empezamos a tomar conciencia de que estábamos tocando fondo.

Fueron en total dos años viviendo de esa droga, de ese negocio turbio. Para entonces, ya habíamos terminado nuestros estudios, teníamos dinero ahorrado y estábamos muy saturados de ese “bajo mundo” tan difícil, de tanta presión y maltrato sicológico. Así que le comunicamos a nuestros “jefes” que no íbamos a trabajar más con ellos. Nos fuimos a viajar por Estados Unidos y a conocer lo que nos hacía falta de Nueva York, para regresarnos luego a Colombia. Con el tiempo, nos dimos cuenta de que, los narcotraficantes, nos habían estado siguiendo para verificar que no los fuéramos a traicionar, que no siguiéramos con el negocio.
Finalizamos nuestro ciclo y retornamos a la tierra, a nuestro país. Cuando llegamos teníamos dinero ahorrado y decidimos montar una empresa de lo que habíamos aprendido en New York: Diseño en computadores. Se llamaba EDILASER. Al cabo de los años, esa empresa se quebró y ninguno de los dos volvimos a ejercer el diseño en los trabajos que logramos conseguir a través de la vida.

Esa experiencia, dejó muchas cicatrices y marcas en nuestro camino. Todo lo que conseguimos con ese dinero, todo lo perdimos: la empresa, nuestra carrera, todo. Llegó muy fácil y muy rápido y así mismo se fue. Ahora, después de 24 años, estamos prácticamente en la situación que estábamos antes de irnos a EEUU, sin un trabajo estable… nos tocó volver a empezar.

Nosotros sobrevivimos por sumisos, por no ambicionar demasiado, porque quién desea ganar más y más y sacar el mayor provecho del narcotráfico, siempre termina asesinado. Digamos que fuimos una especie de “pequeñas fichas” en aquel juego de la codicia, donde, hasta el menos esperado, puede terminar sumergido.

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