lunes, 28 de febrero de 2011

Donde terminan las vanidades del mundo



“Dicen que la ausencia causa olvido, mas no se puede olvidar lo que siempre se ha querido”(Epitafio de una lápida, Cementerio San Pedro).

Mi reloj marcaba, más o menos las tres o cuatro; era una tarde muy soleada. En compañía de dos amigos salimos de mi casa con sentimientos encontrados: una mezcla de susto, ansiedad, prevención y hasta superstición. Emprendimos nuestro camino al Cementerio de San Pedro de Medellín.

Aunque un poco agitado por el tráfico y las dificultades de la calle, el camino a aquel lugar se tornaba normal; era casi perfecto aún sabiendo para el sitio que nos dirigíamos. Al llegar, a pesar del calor que hacia y de que el sol resplandeciera sobre toda la ciudad, nuestros cuerpos estaban casi tan helados como los que se encontraban en aquel cementerio.

Tal vez por fortuna y casualidad, los tres llevábamos una ropa de color oscuro como para no desentonar y pasar un poco desapercibidos. De inmediato ingresamos al lugar, la sensación no dejaba de ser incomoda, pues las energías y el aroma del lugar no eran del todo agradables. Al parecer, todos nos sentíamos muy intimidados y dentro de mí sólo habitaba el miedo.

Dimos unos pasos más allá de la puerta para entrar en el lugar y notamos un camino con árboles de pino a sus costados, el cual conducía a una capilla de color blanco con una cúpula imponente que inspiraba respeto. Luego, escuchamos tres campanas anunciando que algo pasaba allí.

Seguimos caminando, sin un rumbo fijo, pero con la certeza de querer ver y descubrir algo nuevo y diferente. De repente vimos una multitud de gente, vestida de negro, con sus cabezas agachadas que solo indicaban tristeza y desolación; en mi cabeza supe que sólo se podía tratar de un entierro. Entonces dije: “Hey miren hay un entierro vamos a verlo”. Aunque sonara un poco cruel, morboso y amarillista, solo quería tener un poco de material narrativo.

Con una sensación de retraimiento, seguimos a la multitud, observando muy disimuladamente y cuidadosamente las lapidas decoradas con objetos extraños, fotos, peluches, flores artificiales, cartas; infinidad de cosas que evidenciaban el afecto y el apego de los seres queridos hacia los cuerpos inertes que allí reposan.
De un momento a otro, la multitud se detuvo, y en ese momento yo miraba una lapida que tenia una foto de una bebe cuyo nombre era Ana Sofía. En ese instante, noté que nos encontrábamos en la parte donde enterraban a los bebes y a los niños; lo que significaba que el entierro, que estábamos presenciando, era de una pequeña criatura que se fue a descansar para siempre.

Fuertes palpitaciones, empezaron a producirse en mi corazón, mis manos empezaron a sudar y una sensación conmovedora se apodero de mí. Sentí que el mundo se me venía encima, sólo los gritos de esa madre desesperada me sacaron del shock en el que me encontraba después de saber que era un bebe el que estaba dentro de ese ataúd.
Cuando reaccioné, vi a la mamá del niño cargando el ataúd de su propio hijo, llorando desconsoladamente, mientras otros rezaban, muchos lloraban y los que más hacían algo por la causa, la consolaban tratando de traerla de nuevo a la cruda realidad.

Se escuchaban unos gritos, voz quebrada de total desconsuelo y desolación, que decían: “Me lo quiero llevar para mi casa, por favor déjeme llevármelo para mi casa”. Esa frase la repetía una y otra vez con angustia como si le arrancaran de sus brazos casi su propia vida.

Fue entonces cuando miré a mis dos amigos que, al igual que yo, estaban consternados por la situación. De pronto, mis ojos se encharcaron y las lágrimas rodaron por mis mejillas. La escena fue tan fuerte, que parecía que el sentimiento era casi propio, no fui capaz de ver más y les pedí que siguiéramos con el recorrido.

Al seguir caminando y observando, podía notar cómo las lapidas estaban clasificadas por años y las más antiguas, carecían de decoración o manifestación de sentimientos por parte de sus familiares.

Pasamos por el horno crematorio, solo un rayo de luz filtrado por el vitral de éste, nos permitió deducir que ahí era el lugar donde se llevaba a cabo este proceso. Continuamos nuestro recorrido y a cada paso, me dejaban atónita las lapidas con sus decoraciones. Pude concluir que hasta en la forma de ornamentación de las lápidas, se revelan las clases sociales.

Con un malestar general en el cuerpo, el estomago y la mente, debido a la impresión que nos causó el dolor de aquella madre, seguimos caminando, un poco cabizbajos y aunque presentes, al mismo tiempo, muy ausentes. Después de caminar en forma de medio círculo, dándole la vuelta al lugar, llegamos al centro donde el cementerio se convertía en un campo abierto al aire libre.

Allí empezamos a ver diversos elementos como los mausoleos de las familias, las estatuillas representando a algunos Santos y, en la mitad, la capilla llena de gente. A su interior, le entraba el poniente del sol por sus ventanas y, de una forma extraña, iluminaba el ataúd de aquel cuerpo que era velado en ese momento.
Al terminar el recorrido, nos quedamos parados en el centro del lugar mirando hacia la capilla, y en mi mente hice una oración pidiendo el descanso de aquellos difuntos y almas en pena que allí habitaban. Le pedí a mis amigos que nos fuéramos, pues lo que habíamos vivido, era suficiente a pesar del corto tiempo.

Al salir, miré hacia el lado derecho y vi una lápida donde se le recordaba a la familia del fallecido que el tiempo del alquiler había caducado y debían que hacer acto de presencia para realizar la extracción de restos. De lo contrario, el cementerio dispondría de estos para sus propios fines.

Por un minuto pensé: “Es increíble ver como muchos lloran y se lamentan la pérdida de sus seres, pero al pasar del tiempo los olvidan y los dejan a un lado dejando que pase con ellos cualquier cosa”.
Solo me persigné y salí con un malestar en mi estómago, reflexionando y dándome cuenta de lo que tengo, queriendo decirle a todos mis seres queridos que los amo y no los quiero perder.

Salimos del cementerio con voces mudas. Al montarnos al carro, una energía pesada nos acompañaba, todos estábamos consternados y desanimados. Emprendimos de nuevo el camino hacia mi casa. Comentarios de desconsuelo e impresión fueron los protagonistas de la conversación que sostuvimos durante el recorrido hasta llegar a nuestro punto de partida. El cementerio había quedado atrás en nuestras vidas pero adelante en la vida de miles de personas que diariamente viven el destino último de la existencia: la muerte.

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