lunes, 28 de febrero de 2011

Espacio del libertador


Si los árboles, la fuente, la estatua ecuestre de Simón Bolívar y la Basílica Metropolitana pudieran hablar, revelarían todos los secretos de la ciudad y sus habitantes. Este parque, presente en el paisaje urbano desde 1892, todavía tiene oídos para quien lo visite.
“Pueblito de mis cuitas, de casas pequeñitas,
por tus calles tranquilas corrió mi juventud;
por ti aprendí a querer, por la primera vez
y nunca me enseñaste lo que es la ingratitud”.

Esta canción me acompaña mientras paseo mis ojos por este parque en el que no solo corren sujetos o palomas sino recuerdos, memorias de ciudad, añoranzas y sueños transmitidos de generación en generación.

Y lo digo con certeza porque mi madre, una increíble mujer antioqueña, vivió en un edificio contiguo al lugar. Todos los viernes por la noche, ella y mi tío solían tocar guitarra y cantar las canciones que junto con un par de aguardientes ayudaron a criarme entre serenatas y alegrías.

Todos esos recuerdos me llegan a la mente cuando pongo mi pie sobre este lugar algo estigmatizado por su supuesta inseguridad. Pero a mí me parece un rincón del centro muy cultural, histórico y representativo, empezando por el monumento arquitectónico tan especial que allí reside: la Basílica Metropolitana. Mientras habito por unas horas este especio citadino, oigo la popular canción colombiana “Pueblito Viejo” y mi sentido de la visión se anula porque solo puedo ver mis memorias, las memorias de mis ancestros, no veo el parque. Una sensación de melancolía me invade y no puedo evitar contener unas lágrimas que trato de disimular con un bostezo.

Mareas de sentimientos revolucionan mi cuerpo y comienzo a recordar mis mejores años, cuando mi madre me despertaba cada mañana con un dulce beso, cuando me cocinaba sus especialidades y me regañaba con tanto amor. Esta zona pública de Medellín me evoca el olor, la presencia y la mirada del ser que más he amado en el mundo, mi mamá, quien hace seis meses dejó su cuerpo en esta tierra y voló con su alma a un lugar mejor.

“Hoy que vuelvo a tus lares trayendo mis cantares
y con el alma enferma de tanto padecer
quiero pueblito viejo morirme aquí, en tu suelo,
bajo la luz del cielo que un día me vio nacer”.

Ahora tengo la piel como de gallina, parece ser que el parque está narrando, por medio de la música, lo que me está sucediendo, la remembranza de la que estoy siendo protagonista. Y me siento triste pero feliz por tener en mi ciudad un lugar tan especial y lleno de espíritu.

Puedo decir que el Parque Bolívar es camaleónico, su espacio siempre está cambiando y tal vez por esto, tantas personas lo toman como punto de encuentro. En el lugar mencionado, se pueden encontrar personajes de todo tipo; desde los niños, que piden un helado a sus padres, hasta los ancianos que alimentan las palomas. También se hacen notar aquellos que van al parque a fumar algo más que nicotina regular y los que van a la Basílica a rezar por los primeros. Los que simplemente pasan, los que trabajan allí. Unos con gusto, otros con miedo. Al final del día o de la vida pocos se quedan sin visitar el Parque Bolívar.

Algunos lo visitan en la madrugada, cuando hay más palomas que gente. Aquellos que más se repiten en el paisaje son los tinteros que se acomodan desde temprano allí, listos para calentar la garganta de cualquiera que lo necesite. No hay mucha actividad a simple vista, pero puedo apreciar mejor la majestuosidad del lugar a tempranas horas del día.

Ante tanto elemento que conforma el parque, se destaca, más que todo, su plazoleta desorganizada. Esta consiste en un laberinto de zonas verdes y corredores que se parten en el centro por la estatua de Simón Bolívar y van a terminar en el comienzo de una fuente luminosa que, a horas de la madrugada, nada de luminosa tiene. Alguien de espacio público la limpia con cuidado y se detiene un momento para observar la Basílica. Parece haberlo atrapado y trasladado a otra época como me sucedió a mí oyendo las melodías del “pueblito de mis cuitas”.

Por fin entro a la Basílica y siento más marcado el ambiente de antaño que se respira en el Parque. Tal vez lo que se inhala en la magnífica construcción, salga directamente del barro cocido y calicanto que la componen y que tardaron 41 años en tomar su forma definitiva. Pensamientos instantáneos surgen en mi cabeza como ¿Cuántas personas se habrán sentado en las bancas de este monumento y qué habrán pedido en sus oraciones? Inevitablemente, algo del pasado emerge de nuevo y me deja un profundo sentimiento de pertenencia a esta ciudad. Al salir, el camaleónico Parque Bolívar ya cambió de nuevo.

Con el paso de las horas, también se dio un paso de la soledad a la multitud de personas. A los de siempre, hoy les toca lo de cada mes: una nube de puestos artesanales, plantas y artículos de jardín, bailarines buscando atención y dinero, máquinas para hacer guarapo, la presencia de los ‘tombos’, visitantes y limosneros. El ‘Sanalejo’ se apropia de todo el lugar.

El lugar que cobra vida
En una esquina, se pueden apreciar dos muñequitas bailando que nada tienen que envidiarle a Shakira. Su dueño las domina, las regresa a su destino, cuando se salen de su pista o les arregla la cuerda cuando se enredan. Además, recibe dinero de unas jóvenes que, mientras ríen, buscan con los ojos otro espectáculo humano o artesanal para pasar el rato.

Ahora sí parece un lugar que, bajo la bandera de libertad de Simón Bolívar, es de todos y para todos. Alrededor de su estatua, que llegó a la ciudad en 1923, los artesanos buscan concretar una venta, almuerzan, fuman o duermen. Todos tienen entrada libre al Parque que se convierte en laberinto. Curiosamente las palomas, que por la madrugada abundaban, parecen haberse evaporado.
El sol, poco a poco, sigue los pasos de las palomas y da paso a la oscuridad. Y es cuando la primera y más representativa estrofa de la canción que deleita mis oídos, cobra vida:

“Lunita consentida colgada del cielo
como un farolito que puso mi Dios,
para que alumbrara las noches calladas
de este pueblo viejo de mi corazón”.

Muchos dicen que lo oscuro va de la mano con lo peligroso. Más en el centro, más en el Parque Bolívar. De nuevo la cara del lugar cambia. Sucede entonces lo del dicho popular: “el que busca encuentra y encuentra maluco”. Si se sabe dónde mirar y los ojos atraviesan la oscuridad, se podrá ver indigencia, contaminación, prostitución… Decir que este espacio de ciudad es para todos, no excluye a los agentes de la noche, aquellos personajes maravillosos y temibles que alimentan la vida nocturna de Medellín. Este parque, con el monumento al libertador, le da libertad y espacio a algunas poblaciones de la sociedad que son juzgadas, como por ejemplo los travestis, los homosexuales, las prostitutas.

Para mí, son personajes increíbles y necesarios en esta Área Metropolitana y en el mundo; ayudan a que las personas descarguen el peso agobiante de la cotidianidad y encuentren lugares para desatar las pasiones que el cuerpo humano pide, así como pide alimentación. Mientras no se cometa nada contra la dignidad del ser humano, opino que estos oficios nocturnos que ejercen ciertos ciudadanos, no tienen nada de malo, antes son positivos (por algo la prostitución es una de las profesiones más viejas de la humanidad).

Sin embargo, pienso que la cara más amable del sitio es, en definitiva, la del día. Cuando están los viejos, que parecen estatuas, sentados siempre en el mismo lugar; cuando los árboles, que le ganan en edad a los ancianos, pueden proveerles la sombra para que reflexionen, fumen con tranquilidad. En sus rostros veo que tal vez, en silencio y sin saberlo, estén repitiendo la melodía que toca el suelo y el aire de este mágico lugar:
“(…) Quiero pueblito viejo morirme aquí en tu suelo, bajo la luz del cielo que un día me vio nacer”.

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