martes, 22 de marzo de 2011

Jugando a vivir


“Todos pasan por mí, yo nunca paso por nadie.
Todos preguntan por mí, yo nunca pregunto por nadie”.
Querido lector, lo reto a que descifre este acertijo antes de terminar de leer las divertidas hazañas que se narrarán a continuación.

¿Por qué en los juegos de niños siempre hay tanta discriminación? Cuando yo jugaba a las mamacitas con mis primos ni siquiera clasificaba a ser humano, no, yo era el perro ¡El bendito perro! Me tocaba ir en cuatro, ladrando y hasta mover la cola. Por eso es que toda mi vida he apoyada la frase célebre del reconocido filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau: “El hombre es naturalmente bueno, es la Sociedad quien lo corrompe”. Y la sociedad lo empieza a corromper a uno desde la niñez porque el que no es malicioso y “avispado” no sobrevive a la crueldad de los niños y termina traumatizado.

Yo por lo menos no me traumaticé y seguí la costumbre de ser maldadosa con un primo que nació después de mí al cual le realicé una serie de travesuras tormentosas que me da vergüenza mencionar. Pero bueno, el punto que quiero sostener es que yo aprendí de esa misma maldad, yo era inocente pero me volví cruel. Y así es la vida aunque no puedo negar que he gozado mucho de mi niñez prolongada, porque aún a mis 24 años, la sigo viviendo.

Sin lugar a dudas soy una persona alegre e inmadura, me encanta reírme de todo, hasta de mí misma, que es lo más común pues soy una persona muy torpe, me tropiezo con todo, me resbalo y paso “vergüenzas”; mis amigos me dicen “La Mr. Bean criolla”. Por eso no me sorprendió que mis amigas del colegio organizaran una pista jabonosa para celebrar el nuevo trabajo que conseguí.

La organizaron en la zona infantil del colegio en el que estudié hasta el 2007, La Enseñanza. La cabecilla del plan macabro fue la rectora, Liliana Franco, que es una religiosa de 35 años a la que llamamos “La novicia rebelde” porque es descomplicada, alegre, juguetona, tiene el espíritu de una niña chiquita y es una amiga más de nuestro grupo. Me invitaron disque a partir una tortica y a tomarnos una copa de vino, enfatizaron en que debía ir bien presentada, arreglada y todo porque la celebración iba a ser con Liliana (la rectora) y que ella quería que fuera algo serio. Así que me cepillé el pelo, me arreglé las uñas, me maquillé y me puse un vestido gris con unas medias veladas negras y unos tacones bajitos.
Eran las 6 de la tarde cuando llegué al colegio. Me recibió Liliana en la portería y me puso una venda en los ojos porque, según dijo, me tenían una sorpresa. Yo accedí confiada porque se trataba de la Rectora y me fiaba de la seriedad del caso. Caminamos un largo trecho bajando escaleras y rampas prolongadas. Paramos cuando llegamos a un lugar algo empinado y yo sentía la textura de tierra y pasto en el suelo con mis zapatos.

De repente sentí como me caía una cascada de agua helada en todo mi cuerpo y me quedé sin aliento, me ahogué del susto y del frío, me sentí ultrajada, “violada”, utilizada, casi me muero. Acto seguido me cogieron entre cinco personas y me tiraron por un plástico que estaba extendido en el piso lleno de agua y jabón que había creado una espuma negra por la combinación con la tierra del suelo. La “pista jabonosa” tenía una longitud de más o menos diez metros y se encontraba en la mitad del parquecito de las niñas de jardín.

Cuando terminé de rodar por ese camino resbaloso lleno de obstáculos y piedras en el suelo que me rompieron mis medias, todas mis amigas (un grupo de siete personas más la rectora) se dispusieron a tirarse encima de mí aporreado cuerpo en “carga montón”. Yo no sé quién fue el bruto que se inventó que el dolor de sentir el peso de más de 4 personas encima de uno es un juego.

Yo no comprendía aún qué estaba pasando y me sentía literalmente aplastada, sin aire no me salían ni los gritos. Pasaron de 5 a 10 segundos que para mí fueron una eternidad; no se quitaban de encima y además estaban muertas de la risa. Quien iba a pensar que mi única salvación fueran los orines. Mientas todas estaban sobre mí, una de ellas se orinó de la risa y se empezó a sentir que fluía una corriente de agua caliente que hizo parar a todas del suelo. Yo quedé extendida en el piso cual caricatura “estripada”. No me podía ni mover, el dolor que sentía en mi cuerpo me hizo dar risa, aún no sé el porqué. Todas estaban gritando y burlándose de la que se había orinado pero yo sentía que la amaba con todo mi corazón, que amaba esa “agüita amarilla cálida y tibia” por salvar todos los huesos de mi cuerpo de una fractura crónica.

Pero el suplicio no había culminado. Otra vez sentí el chorro de agua que había experimentado cundo llegué a la “fiesta”. A alguna se le ocurrió que me lanzaran otro manantial de agua para hacerme levantar del piso y que nos siguiéramos tirando por la pista. La hipotermia se apoderó de mi ser y me levanté en un ataque de adrenalina. Las miré a todas con una cara de desconcierto y eso les produjo más risa aún.

-Levantese pues mija que vinimos a celebrar su paso de la niñez a la adultez o, siendo usted, al adulterio ¡jajajaja!- Dijo Valen, una de mis amigas y todas se volvieron a reír.

-Estas si son muchas desatinadas ¡casi me muero del susto! Además este vestido era nuevo esta es la segunda vez que me lo pongo disque por la celebración… Miren ya como está, quedó pa´ trapo de cocina- Contesté con un tono pasivo pues ya no tenía rabia, me había resignado a la situación.

Y como mencioné al principio, Marcela (yo) llegó siendo naturalmente buena a la fiesta, fue la Sociedad (mis amigas) quienes la corrompieron. Sin importarme vestido, medias o pelo cepillado, me fui a la parte de arriba de la pista, tomé a Liliana (la rectora) abrazada y me tiré con ella a rodar por aquella superficie jabonosa y desnivelada, con piedras que estaban por debajo del plástico pero que lastimaban mucho. Terminamos llenas de pasto y tierra por todo el cuerpo. Todas me miraban y se reían sin parar, yo no sabía que pasaba y cuando bajé mi mirada lo descubrí. Mi vestido era strapless y junto con el brasier se me había bajado hasta la cintura dejando al descubierto la desnudez de mis pechos. Creo que ya quedó claro el porqué de mi alias “La Mr. Bean criolla”. Esa situación mereció que hasta yo me riera de mí misma y lo hice sin poder parar, la verdad no sabía si seguirme riendo o subirme el vestido.

Sacaron la botella de vino y empezamos a tomar a pico de botella. Nos tiramos por esa pista hasta que se nos acabó el jabón. Mi vestido ya se había roto también pero ya no me importaba, estaba cual “marrano estrenando lazo” como dice el dicho popular. Me encontraba eufórica y feliz sin preocuparme por la belleza de mi ropa o mi pelo y me vestí con las mejores prendas de la niñez: el mugre, el despeine, las maldades y el descomplique.

Terminamos el día jugando en los columpios, en el lisadero y el pasamanos. Aunque la travesía por el último fue compleja ya que teníamos las manos resbalosas y más de una nos caímos; yo me di en el “huesito de la alegría” o coxis para efectos científicos. Como ya estaba medio sobria, entrando en los efectos del vino, no me importaba nada. Hice el “murciélago” que consiste en sentarse encima del pasamanos enredar los pies en las barras y tirarse hacia atrás para quedar con el cuerpo y la cabeza colgados; ese fue mi juego favorito cuando era una niña y no lo hacía desde mis 10 años aproximadamente. Lo disfruté mucho aunque el efecto de la gravedad en mi cuerpo aumentó desde mis 10 años hasta mis 22 actuales pues me dio más dificultad y tuve que hacer más fuerza de la que recordaba (gajes de crecer).

Luego me columpié muy alto pero la gravedad nuevamente hizo presencia. Mis amigas me regañaron y me pidieron que me bajara porque el palo horizontal que sostiene la cadena del columpio se estaba doblando mucho por mi peso al punto de casi romperse. Pero yo hice caso omiso, estaba embriagada con las emociones infantiles que me traían aquellos juegos. En ese instante recordé que cuando era una niña me lanzaba del columpio en su punto más alto para caer al suelo como toda una malabarista. Así que me dispuse a lanzarme. Los gritos y regaños que todas me profesaban me entraron por un oído y me salieron por el otro; me lancé desde el punto más alto de la columpiada. Caí sobre mi “huesito de la alegría” otra vez pero con más fuerza. El dolor se hizo más intenso y la embriaguez infantil se evaporó un poco, no me podía parar.

Entre todas me ayudaron y me llevaron hasta los salones de jardín donde habían preparado un asado. Me quedé allí y comimos, tomamos más vino y nos reímos de las experiencias que habíamos acabado de vivir. Notamos que por instantes habíamos vuelto a los primeros años, cuando no nos dejábamos agobiar por la cotidianidad y, por medio de la imaginación, volábamos a mundos felices, soñábamos con ser astronautas o exploradoras o cantantes.

Por lo menos no jugamos a mamacitas, pensé y me reí internamente. Al otro día me desperté con hematomas en todo mi cuerpo, sentándome de lado por la hinchazón del coxis y con un guayabo terrible. Pero a pesar de tanto desgaste físico mi espíritu estaba renovado, por fin pude recordar el verdadero valor de vivir cada momento y disfrutar el hoy, el ahora.

Descubrí que nunca debo olvidar ser una niña; no debo olvidar ser feliz con los pequeños detalles y disfrutar una simple risa, un abrazo, una caída; no debo olvidar soñar, bailar, correr, gritar porque ser “grande” no significa ser aburrido, serio o mal humorado. Hay que dejarse corromper por la sociedad; hay que corromper la tristeza, corromper la monotonía, corromper la violencia, las peleas y dejarse contagiar por el niño interior que todos llevan dentro y que está dispuesto a salir cuando cada uno desee disfrutar la vida.

Bueno querido lector, ahora que ya acabó de examinar este escrito de aventuras y desventuras aquí le dejo la solución al acertijo: La calle. Espero haber tocado la fibra infantil que lleva usted dentro.

lunes, 21 de marzo de 2011

Entre risas y flores, se fueron consumiendo las botellas


“Tómate un respiro (…)”, me decía Gloria Estefan al oído, cuando salí de mi casa. Pero al tomarme un respiro en el centro de Medellín, entendí que tiene que ser en sentido figurado, porque la mezcla de olores entre alcantarilla, polución e indigencia, no me permitieron respirar profundo sin terminar con una tos seca. Por lo tanto, pretendí entender lo que me decía la canción en una forma diferente, decidí que lo que haría, sería darle un giro a mi forma de ver las cosas, tomarme el tiempo de observar y hacer a un lado la cortina que la cotidianidad le pone a mis ojos diariamente.

Me vestí muy descompilada, con colores neutros para no llamar mucho la atención (eso lo aprendí en una novela de “detectivas” que dan por televisión). Empecé a caminar por la ruta que recorro todos los días para coger el bus que me lleva a la Universidad. Generalmente, no miro a nadie, camino rápido y con un rumbo definido, por el miedo natural que a diario crece con respecto a la inseguridad en Medellín. Pero ese sábado en la tarde, mi actitud cambió: mis cinco sentidos se pusieron a disposición de la ciudad.

Una serie de personajes comenzaron a cruzarse en mi camino, entre ellos, un embolador de zapatos, un vendedor de Bon Ice, una moto de la policía tirándole agua a una mujer indigente para que se quitara de la acera porque estaba obstruyendo el tránsito de peatones, lo que me pareció una medida algo indigna para tratar a un ser humano. El que más me impresionó, fue un vendedor de cuchillos que se me acercó con una sonrisa destacada, no por su blancura, sino por la falta de un diente incisivo (los de la mitad de la boca). El hombre tenía un aspecto algo macabro por su actitud provocadora para acercarse a mí y por el producto tan bélico que me estaba ofreciendo. Apuntándome con tres cuchillos me dijo:
-Mami, lleve los cuchillos, están muy bien afilados y le sirven pa lo que sea- acto seguido, tomó dos de los cuchillos y los empezó a golpear entre ellos para mostrarme que sí estaban afilados. Yo le dije que no tenía plata, que otro día se los compraba, él se quedó mirándome fijamente, me acercó más los cuchillos que tenía en su mano (o por lo menos eso sentí yo que ya estaba algo atemorizada) y replicó: -vea mona, se le ve en la cara que usted es de platica, colabóreme así sea con una moneda-. Pues me tocó darle una moneda de doscientos y por fin se fue.

El calor me golpeaba a pesar de que la tarde estaba nublada y había llovido muy suave más o menos una hora antes de que yo saliera. Para ese entonces, ya estaba en la esquina de abajo de mi casa, en Giraldo con Colombia. En aquel lugar, vi un sitio llamado “Heladería Capri”, que me impactó porque estaba lleno de hombres que se voltearon a mirarme silbando y con gestos sexuales; uno de ellos se tocó la parte íntima que los hombres tienen entre sus piernas y pronunció un piropo que no he podido entender muy bien: -uy reina, con esos botones pa´ que control-. También me intrigó que se llamara heladería porque, hasta donde yo vi, no vendían ningún helado, lo que tenían eran máquinas tragamonedas, música de cantina y mucho licor. Al frente de esa “Heladería”, estaba la Placita de Flores, que al leer su letrero (algo que nunca había hecho a pesar de pasar por allí diario) noté que en realidad se llama “Placita de Flórez”, porque el Flórez es de apellido (en honor a Rafael Flórez, un señor que donó el terreno para que se construyera la plaza allí) y no de flor como yo pensaba. Abajo del letrero dice: Patrimonio de los antioqueños.

Crucé la calle y entré a la Placita. El edificio, de dos pisos de alto y una cuadra de ancho, es de color mostaza. Tiene varias entradas, por delante, por detrás y por los costados. Yo entré por la puerta de adelante, que corresponde al parqueadero donde cuadran los carros que llevan las flores, las verduras, la carne, las hierbas y todo lo que se comercializa en el lugar. El ambiente es el de una plaza de mercado, eso se percibe desde el parqueadero, aunque yo aquel día no entré. Me senté en una cafetería muy pequeña que estaba a la izquierda de la entrada principal, en el garaje. La tiendecilla, tenía una barra en madera (algo sucia) y unos “butacos bailarines” de diferentes colores. Pedí una cerveza para empezar a observar el ambiente donde las flores son protagonistas. El que atendía, era un muchacho al que no le puse más de 16 años, tenía una cara pulida, era bien parecido, cosa que me sorprendió pues no había visto el primer hombre lindo durante todo mi recorrido.

Comencé a tomarme la cerveza, que estaba como mandada a hacer para el calor que hacía y uno de los vigilantes se me acercó diciéndome: -Cuidado se emborracha-, yo le contesté: -nadie se emborracha con una cerveza, o ¿si?- él respondió: -se va a dar cuenta de que aquí nadie se va sin tomarse por lo menos unas cinco cervezas y salir mareado-. Yo me reí y asentí con la cabeza dando por hecho que ese no sería mi caso. Pero, como siempre: “(…)La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡hay Dios!(...)”, sonó ese reconocido “disco” y así fue, aún no sabía las sorpresas que me traería la vida aquella tarde.

Para el momento, la voz de Gloria Estefan había quedado apagada con mi MP4, porque la música de la “tienda-cafetería”, acaparaba todo mi sentido auditivo. Estaba sonando la emisora “Rumba Estéreo” con diversas canciones de guasca, vallenato, salsa, merengue, entre otros géneros. La música ambientaba aquel escenario de plaza, con todos sus trabajadores entre verduleros, carniceros, venteros, cargadores. A pesar de ser una plaza de flores, el olor a flor era opacado por el hedor característico del centro (el que mencioné al empezar esta historia). Por mi mente pasaban pensamientos asombrosos porque me sentía tan cómoda y segura en ese lugar, que nunca nadie se lo habría podido imaginar.

-Usted tiene cara de universitaria-, me dijo el que atendía la tienda. Yo me sentí “pillada” y me puse nerviosa así que le dije: - ¿Yo universitaria?, no para nada-, él suspiró y me preguntó: -ah, pero ¿no sabes cómo se llama el aparato que mide el viento?-, yo, ya más tranquila porque había visto un crucigrama que él estaba haciendo le respondí: - Hay, yo no me acuerdo, espérate…creo que es algo que da vuelticas, como veleta o algo así-. Me sentí inculta por no saber eso, de alguna forma yo había llegado con una actitud de sentirme la “tesa” en un lugar donde la gente no es muy culta, pero estaba tan equivocada que un viejito, que se estaba tomando un trago de ron, respondió: -mijo, lo que mide el viento se llama Anemógrafo-. El muchacho revisó y efectivamente la palabra cuadraba. Cuando llegué a mi casa consulté en google porque no lo podía creer y efectivamente era cierto. Entendí que los prejuicios no sirven para nada en la vida y que no se pueden juzgar los lugares y las personas sin “empaparce” antes de ellos.

Mi cerveza ya estaba medio llena (para ser optimistas) alcé la mirada y vi una Virgen con el niño en sus brazos ubicada en todo el centro del techo de la Placita. Aquel personaje, observa las actividades diarias de allí que comienzan desde las cuatro de la mañana, cuando los carros y camiones llegan cargados de flores. Esa imagen de la madre por excelencia, vigila aquel referente cultural, comercial y hasta medicinal de Medellín, en el cual yo me encontraba. Y tanto lo vigila que a la izquierda y a la derecha de ella, instalaron dos cámaras de seguridad “como pa reforzar la vigilancia”, me dijo Wilfor, el muchacho que me vendió la cerveza y que ya me había dicho su nombre después de preguntarme el mío.

“(…) Volveré, volveré, porque te quiero, porque me muero, volveré (…)” cuando sonaba esa canción llegó “El peluche”, un hombre de unos 28 años, de escasa estatura y vestido con una camisa de estampados brillantes. –Entonces qué peluche- lo saludó Wilfor y empezaron a hacer chistes entre ellos que me causaron gracia sin poder contener mi risa. “Peluche” me miró con una sonrisa “de oreja a oreja” y me dio la mano: -Mucho gusto bebecita ¿bailamos?- Nuevamente fue imposible contener mi risa porque él tenía una cara y una actitud muy graciosa, además me parecía muy loco ponerme a bailar en medio de la Placita, en el parqueadero. Pero él no me dio ni la más mínima oportunidad de responderle porque me jaló del brazo y quedé parada a su lado. Ya era demasiado tarde, terminé bailando toda la canción.

-¿Se va a tomar otra mi amor?- Me preguntó “Peluche” con la cara de galán que con esfuerzo logró hacerl, yo le dije que bueno y Wilfor me destapó otra Pilsen. La conversación fue fluyendo entre los tres y otros trabajadores más de la Placita que se acercaron a fumar o tomarse un trago. Los temas de conversación pasaron entre equipos de fútbol, espantos, agüeros y hasta estafas que hacen los taxistas. Para ese entonces ya me había tomado cuatro cervezas y estaba empezando la quinta (todas habían sido pagadas por “Peluche” y después por “El negro”, otro muchacho que se acercó).

-Si ve que sí se emborrachó- me dijo el celador, yo sonreí y asentí con la cabeza dándole la razón a lo que él me había dicho al principio. Por efecto de las cervezas o por alguna extraña razón, “El negro” me estaba pareciendo más lindo y atractivo de lo normal, a pesar de lo irracional que es para mí pensar que me gusta un trabajador de la Placita de Flórez. ÉL, era un joven de unos 24 años, mulato (muy moreno), con una linda sonrisa, con un piercing en la ceja izquierda y unos ojos expresivos; era cargador de flores y estaba vestido con una sudadera verde limón y una bata blanca similar a la de un médico. Tenía una energía muy linda, supe que era una buena persona sin necesidad de conocerlo a fondo.

“Hablando de mujeres y traiciones, se fueron consumiendo las botellas (…)”, ese reconocido “tema” de Vicente Fernández, le dio una melodía a mi partida. “El negro” y Wilfor la cantaron mirándome, como si todas las mujeres mereciéramos que nos dedicasen esa canción; así que sonreí y descubrí que por lo menos sí había cumplido la parte de consumir botellas. Le di una última mirada al lugar, observando que, a pesar de que ya habían cerrado las puertas de la Placita, muchos trabajadores estaban en aquella tienda sentados, bailando, riendo y tomándose unos tragos. Y yo, por un día, había sido parte de aquel encantador lugar, no tanto a la vista, pero sí en cuanto a la alegría y la amabilidad de la gente que entrega su vida a la plaza.

En un principio, mi plan era aislarme del ruido y las conversaciones para observar únicamente una remota esquina del centro y escuchar la hermosa composición de Gloria Estefan, que siempre me pone los pelos de punta. Pero terminé descubriendo, en aquel patrimonio con 118 años de historia, algo muy obvio pero que a veces se me olvida: la ciudad está habitada por seres humanos que sienten y merecen atención porque son los que construyen la tranquilidad y el caos que le da sabor a la vida.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El camino de la muerte


El espejo reveló la realidad casi invisible por tantas dosis de morfina que segaban su cordura. Julieta Vanegas Blair, miraba su rostro como si fuese otro. A pesar de sus 50 años de edad, su pelo lucía blanco como la nieve y sus ojos, de un verde casi increíble, reflejaban el dolor y la agonía que producen una enfermedad de casi 5 años.

Abatida, recordó un libro que marcó su vida: “La metamorfosis” de Franz Kafka, era como si su cuerpo fuese objeto de esa transformación irreal de la que hablaba el autor en su obra. Nada estaba en su lugar, una laringectomía radical había extirpado sus cuerdas bocales y por el mismo motivo no podía expresar que estaba aterrada con su propia presencia.

Una traqueostomía (hueco en la garganta para respirar) era su collar, una gastrostomía (sonda en el estómago para alimentar) y una bolsa de alimentación conectada a ella, era la única forma que tenía de suplir su sed, su hambre y las irresistibles ganas de un solomito en salsa de champiñones que sentía. Dos incisiones de casi 20 centímetros marcaban su pecho y su cuello; una de ellas desfiguraba su seno derecho. ¿Quién soy, qué pasa, dónde estoy?- dijo con palabras mudas.

- Tranquila mami, todo va a salir bien; la muerte es parte de la vida, es un proceso que nos llega a todos y es el camino que tienes que seguir. Yo voy a estar bien, a pesar de que no vayas a estar conmigo tu presencia me acompañará toda la vida. Te amo con toda mi alma y nunca abandonarás mi corazón…sigue tu camino-.

- Sí Juli, muchas gracias por todo tu amor, eres el ser más hermoso y especial que he tenido, no tengas miedo, vas a descansar por fin-.

Las palabras de su hija y de su esposo revelaron ante los ojos de Julieta que la cirugía, a la que había sido sometida hace más de una mes, no había sido un éxito y que, por el contrario, había causado secuelas mortales en su cuerpo.

A pesar de que siempre aseguró que no le temía a la “parca”, sus lágrimas revelaron lo contrario.
Después de largas horas fallidas en las que quiso comunicarse modulando con sus labios las palabras, su hija, Andrea Arango, le alcanzó un tablero de mano con todo el abecedario escrito en él y le dijo:

-Mira mami, señala letra por letra hasta que nos construyas una palabra y así te podremos entender lo que nos quieres decir-.
Julieta se sintió un poco aliviada por la opción creativa que su hija le presentaba y señaló: -¿Qué tengo?-.

Su hija, estremecida y sin ganas de mentirle más a su madre pronunció:
-Te descubrieron un cáncer en la laringe y ya hizo metástasis en los pulmones… no hay nada que hacer-.

Julieta por fin comprendió que la cita con el destino más conocido por todos y a la vez desconocido por los mismos, había llegado a su puerta. Y fue así como emprendió el camino de la muerte…

El juego, una “adicción sin sustancia”


Nelly Ramírez es una mujer de 45 años que vive en el barrio Caribe, en la ciudad de Medellín. Tiene cuatro hijos, de tres padres diferentes, y se enredó en el mundo de los casinos hace ya 15 años. Vivía sola con sus hijos y los respectivos padres les enviaban dinero, el cual Nelly gastaba completamente en los casinos del centro de la ciudad dejando solos a sus hijos y sin nada que comer. Cuando ellos crecieron y consiguieron trabajos, su madre les robaba el dinero de sus billeteras y todo se lo jugaba. Hoy, su hija mayor, Liliana Ramírez, vive sola con sus hermanos y cuenta que el menor, Daniel, que ya tiene 18 años, está igual de adicto a los casinos que su madre, pues ella misma lo ha llevado y le ha enseñado a jugar en esos lugares para que él le dé dinero que ella pueda apostar. Liliana afirma que su madre nunca ha reconocido su problema y que ya involucró a su hermano menor, quien se gasta hasta la plata del arriendo en los casinos.

Como Nelly, son muchos los casos de adicción al juego en Medellín y en Colombia. Esa adicción se conoce como Ludopatía, según la Fundación Colombiana de Juego Patológico, está descrito como una adicción no farmacológica que cumple con criterios de tolerancia, dependencia y abstinencia.

La Asociación Americana de Psiquiatría (APA) lo incluye en el apartado de trastornos de control de impulsos. El juego patológico no está aún establecido en Colombia, pero se reconoce como causa cada vez más frecuente de consulta psiquiátrica. Particularidades de esta patología incluyen intensa depresión y graves efectos en los campos laboral, familiar y judicial.

Actualmente, a pesar de ser ubicado por los manuales de clasificación en salud mental como un trastorno de control de los impulsos, la línea siquiátrica es la que considera a la ludopatía o juego patológico como una adicción caracterizada por un déficit progresivo en el control del impulso por jugar.

El sicólogo Juan Guillermo Vélez, empleado del centro CITA para la salud mental (uno de los pocos centros en Medellín que se preocupa por el tratamiento de la adicción al juego) explica que en Colombia, los recursos para la salud derivan en gran parte de los impuestos al alcohol, tabaco y juego. Esta situación lleva a una contradicción, donde muchos de los problemas de la salud obtienen recursos de las causas que los generan.

Juan Guillermo enfatiza en la creciente ola de casinos en la ciudad de Medellín. “las ayudas que presta el Estado para que se incentive la inversión extranjera y nacional en los juegos de azar son inmensas. Como sucedió en la Feria Andina de Juegos de Azar (FADJA), donde el Estado aprobó el Centro Nacional de negocios y Exposiciones, Corferias, para el encuentro mundial de fabricantes y operadores de la industria de los juegos de azar. El Estado les concedió un permiso de Zona Franca transitoria para el evento, donde los participantes podrían traer todo tipo de máquinas sin pagar impuestos. Pero, dónde están las ayudas que debe prestar el Estado para combatir el grave problema de salud pública (la ludopatía) que genera el furor de la industria del juego”.

De acuerdo con las cifras de la Fundación Colombiana de Juego Patológico, en chance se apuestan cerca de 375 millones de dólares, en loterías 225 millones y en el resto de juegos 52 millones de dólares, mientras que en juegos ilegales la suma podría alcanzar los 652 millones de dólares. Los colombianos gastan anualmente más de un billón de dólares en juegos de suerte y azar, ya sean legales o ilegales (son ilegales los que no pagan impuestos y no están ubicados en lugares exclusivos para juegos de azar, como las tiendas de barrio, cantinas, entre otros).

La Ley 643 de 2001 fija el régimen propio del monopolio rentístico de juegos de suerte y azar, donde el Estado tiene facultad exclusiva para explotar, organizar, administrar, operar, controlar, fiscalizar, regular y vigilar todas las modalidades de juegos de suerte y azar.

La finalidad social de la Ley es contribuir, por medio de los impuestos que pagan los juegos de azar, a la financiación del servicio público de salud, de sus obligaciones prestacionales y pensionales e investigación en áreas de la salud. Todo lo anterior se realiza a través de la Empresa Territorial de la Salud ETESA, que es un ente regulador del Estado, y hace parte del Ministerio de Protección Social.
Según la anterior ley, los recursos obtenidos de los impuestos en los juegos de azar, se distribuyen así: El 80% para atender los servicios de salud, el 7% al Fondo de Investigación en Salud, 5% para la tercera edad, el 4% para los discapacitados y para la salud mental y el otro 4% para subsidio de los menores de 18 años que no se encuentran afiliados a ningún servicio de salud.

Por lo tanto sólo el 4%, de los recursos obtenidos se dirige al tratamiento del “problema mental” reconocido por el Estado como Ludopatía. O sea que, de los recursos que se obtienen por el juego y que van dirigidos para la salud, sólo ese pequeño porcentaje se dirige a combatir el problema que genera el mismo juego.
Dentro de las restricciones y prohibiciones que tiene el Estado colombiano con relación a los Juegos de Azar se tienen las siguientes: Ofrecimiento o venta de juegos de azar a menores de 18 años, Ofrecimiento o venta de juegos de azar a enfermos mentales que hayan sido declarados interdictos judicialmente, ofrecimiento o venta de juegos de azar que afecten a los jugadores.

Explica, Juan Guillermo Gutiérrez, que no existen normas o reglas especiales que vayan dirigidas a la protección de los jugadores, por parte del Estado. Además el Gobierno no propone acciones concretas de tipo terapéutico y preventivo para el Jugador con problemas patológicos.

Hugo Mesa, director del sector de mesas en el casino Gran Medellín del Poblado, explicó: “Aquí en Colombia a los casinos no les ponen barreras para funcionar, ponen ciertas normas, pero no les preocupa si hay muchos casinos o si hay gente pobre que se está gastando la poca plata que tiene. En otros países de Europa o Estados Unidos, piden a los clientes una declaración de renta para saber los ingresos y determinar si son aptos para hacer apuestas en el casino. Aquí al Estado sólo le interesa obtener ingresos de los altos impuestos que este negocio genera para la salud y no piensa en las personas que lo pierden todo”.

Ángela Gutiérrez, ex promotora del Casino Caribe en el Centro y trabajadora actual del casino Gran Medellín, en el Poblado, cuenta cómo los casinos le brindan todas las comodidades a los clientes, sin importar el estrato, para que se sientan cómodos, entretenidos y felices; pero se aprovechan de la ambición de la gante por ganar.

“A los casinos del Centro va mucha gente que tiene muchas necesidades y que alguna ves ganaron en los casinos y esa plata les sirvió para pagar sus deudas. Entonces se les crea eso en la cabeza, que (AL LECTOR NUNCA SE LE HABLA CON ABREVIATURAS DE LAS PALABRAS) si van al casino y se juegan la plata del arriendo, la pueden duplicar para los servicios. Esos clientes quedan sin una moneda y se vuelven muy agresivos. En los del poblado la gente tiene sus negocios y el juego es más por placer o hobby. La gran diferencia son las necesidades de lo clientes de cada casino”, dice Ángela.

La Representante a la Cámara, Lucero Cortés, presentó un proyecto de ley que busca prevenir la enfermedad denominada ludopatía o juego patológico, donde le pide al Estado priorizar e implementar recursos y planes sectoriales respectivos, que sirvan de fundamento para adoptar medidas tendientes a desincentivar los hábitos y conductas patológicas relacionadas con el juego; especialmente en la atención de sectores sociales más vulnerables, es decir, la gente que posee más bajos recursos y se gastan el poco dinero que tienen en los casinos. La representante Cortés reiteró que se debe prestar una atención médica especializada a las personas que presenten cuadros de Ludopatía /esta información se puede encontrar en la página del Congreso).

Alberto Hurtado, profesor de historia de la Universidad Eafit, expresó acerca del juego: “deseo poner el debido acento en el verdadero valor del juego, como elemento de recreación y descanso, de relajo y esparcimiento, inclusive en familia, eso sí bajo ciertos parámetros de medida, de manera que no signifique a muchas personas tener que amanecerse jugando y poner a la suerte grandes sumas de dinero. Con esto, obviamente mi postura más que empresarial es más bien valórica. El Estado colombiano, debería cambiar un poco su postura empresarial y pensar en la comunidad, impulsar los casinos para obtener recursos para la salud y a la vez equilibrar la balanza impulsando ampliamente el tratamiento a la enfermedad que generan esos casinos, no darle la espalda al problema creciente de la ludopatía”.

lunes, 28 de febrero de 2011

Donde terminan las vanidades del mundo



“Dicen que la ausencia causa olvido, mas no se puede olvidar lo que siempre se ha querido”(Epitafio de una lápida, Cementerio San Pedro).

Mi reloj marcaba, más o menos las tres o cuatro; era una tarde muy soleada. En compañía de dos amigos salimos de mi casa con sentimientos encontrados: una mezcla de susto, ansiedad, prevención y hasta superstición. Emprendimos nuestro camino al Cementerio de San Pedro de Medellín.

Aunque un poco agitado por el tráfico y las dificultades de la calle, el camino a aquel lugar se tornaba normal; era casi perfecto aún sabiendo para el sitio que nos dirigíamos. Al llegar, a pesar del calor que hacia y de que el sol resplandeciera sobre toda la ciudad, nuestros cuerpos estaban casi tan helados como los que se encontraban en aquel cementerio.

Tal vez por fortuna y casualidad, los tres llevábamos una ropa de color oscuro como para no desentonar y pasar un poco desapercibidos. De inmediato ingresamos al lugar, la sensación no dejaba de ser incomoda, pues las energías y el aroma del lugar no eran del todo agradables. Al parecer, todos nos sentíamos muy intimidados y dentro de mí sólo habitaba el miedo.

Dimos unos pasos más allá de la puerta para entrar en el lugar y notamos un camino con árboles de pino a sus costados, el cual conducía a una capilla de color blanco con una cúpula imponente que inspiraba respeto. Luego, escuchamos tres campanas anunciando que algo pasaba allí.

Seguimos caminando, sin un rumbo fijo, pero con la certeza de querer ver y descubrir algo nuevo y diferente. De repente vimos una multitud de gente, vestida de negro, con sus cabezas agachadas que solo indicaban tristeza y desolación; en mi cabeza supe que sólo se podía tratar de un entierro. Entonces dije: “Hey miren hay un entierro vamos a verlo”. Aunque sonara un poco cruel, morboso y amarillista, solo quería tener un poco de material narrativo.

Con una sensación de retraimiento, seguimos a la multitud, observando muy disimuladamente y cuidadosamente las lapidas decoradas con objetos extraños, fotos, peluches, flores artificiales, cartas; infinidad de cosas que evidenciaban el afecto y el apego de los seres queridos hacia los cuerpos inertes que allí reposan.
De un momento a otro, la multitud se detuvo, y en ese momento yo miraba una lapida que tenia una foto de una bebe cuyo nombre era Ana Sofía. En ese instante, noté que nos encontrábamos en la parte donde enterraban a los bebes y a los niños; lo que significaba que el entierro, que estábamos presenciando, era de una pequeña criatura que se fue a descansar para siempre.

Fuertes palpitaciones, empezaron a producirse en mi corazón, mis manos empezaron a sudar y una sensación conmovedora se apodero de mí. Sentí que el mundo se me venía encima, sólo los gritos de esa madre desesperada me sacaron del shock en el que me encontraba después de saber que era un bebe el que estaba dentro de ese ataúd.
Cuando reaccioné, vi a la mamá del niño cargando el ataúd de su propio hijo, llorando desconsoladamente, mientras otros rezaban, muchos lloraban y los que más hacían algo por la causa, la consolaban tratando de traerla de nuevo a la cruda realidad.

Se escuchaban unos gritos, voz quebrada de total desconsuelo y desolación, que decían: “Me lo quiero llevar para mi casa, por favor déjeme llevármelo para mi casa”. Esa frase la repetía una y otra vez con angustia como si le arrancaran de sus brazos casi su propia vida.

Fue entonces cuando miré a mis dos amigos que, al igual que yo, estaban consternados por la situación. De pronto, mis ojos se encharcaron y las lágrimas rodaron por mis mejillas. La escena fue tan fuerte, que parecía que el sentimiento era casi propio, no fui capaz de ver más y les pedí que siguiéramos con el recorrido.

Al seguir caminando y observando, podía notar cómo las lapidas estaban clasificadas por años y las más antiguas, carecían de decoración o manifestación de sentimientos por parte de sus familiares.

Pasamos por el horno crematorio, solo un rayo de luz filtrado por el vitral de éste, nos permitió deducir que ahí era el lugar donde se llevaba a cabo este proceso. Continuamos nuestro recorrido y a cada paso, me dejaban atónita las lapidas con sus decoraciones. Pude concluir que hasta en la forma de ornamentación de las lápidas, se revelan las clases sociales.

Con un malestar general en el cuerpo, el estomago y la mente, debido a la impresión que nos causó el dolor de aquella madre, seguimos caminando, un poco cabizbajos y aunque presentes, al mismo tiempo, muy ausentes. Después de caminar en forma de medio círculo, dándole la vuelta al lugar, llegamos al centro donde el cementerio se convertía en un campo abierto al aire libre.

Allí empezamos a ver diversos elementos como los mausoleos de las familias, las estatuillas representando a algunos Santos y, en la mitad, la capilla llena de gente. A su interior, le entraba el poniente del sol por sus ventanas y, de una forma extraña, iluminaba el ataúd de aquel cuerpo que era velado en ese momento.
Al terminar el recorrido, nos quedamos parados en el centro del lugar mirando hacia la capilla, y en mi mente hice una oración pidiendo el descanso de aquellos difuntos y almas en pena que allí habitaban. Le pedí a mis amigos que nos fuéramos, pues lo que habíamos vivido, era suficiente a pesar del corto tiempo.

Al salir, miré hacia el lado derecho y vi una lápida donde se le recordaba a la familia del fallecido que el tiempo del alquiler había caducado y debían que hacer acto de presencia para realizar la extracción de restos. De lo contrario, el cementerio dispondría de estos para sus propios fines.

Por un minuto pensé: “Es increíble ver como muchos lloran y se lamentan la pérdida de sus seres, pero al pasar del tiempo los olvidan y los dejan a un lado dejando que pase con ellos cualquier cosa”.
Solo me persigné y salí con un malestar en mi estómago, reflexionando y dándome cuenta de lo que tengo, queriendo decirle a todos mis seres queridos que los amo y no los quiero perder.

Salimos del cementerio con voces mudas. Al montarnos al carro, una energía pesada nos acompañaba, todos estábamos consternados y desanimados. Emprendimos de nuevo el camino hacia mi casa. Comentarios de desconsuelo e impresión fueron los protagonistas de la conversación que sostuvimos durante el recorrido hasta llegar a nuestro punto de partida. El cementerio había quedado atrás en nuestras vidas pero adelante en la vida de miles de personas que diariamente viven el destino último de la existencia: la muerte.

El juego de la codicia


Cuando el narcotráfico no es una realidad ajena

Juan Fernando Toro y María Eugenia Gaviria, son dos personas comunes y corrientes, de clase media alta. Sus vidas fueron “normales” y acordes a los valores y parámetros sociales, hasta que tomaron una decisión que cambiaría sus vidas para siempre. María Eugenia, cuenta su experiencia, 24 años después.

Nací el 2 de marzo de 1959. Fui criada en una familia muy católica, con unos valores claros de honestidad, respeto, rectitud, entre otros. Mi casa quedaba en Laureles, uno de los mejores barrios del momento y mi familia siempre me proporcionó una vida cómoda, por así decirlo.

Yo estudié diseño industrial en la UPB. Por lo tanto, siempre fui muy sensible y apasionada por el arte. Esa pasión, fue quizá lo que me llevó a tomar ciertas decisiones un poco alocadas en mi vida, salidas de mis propios límites. Allí, en la Universidad, conocí a Juan Fernando, quien siempre fue, ha sido y será mi mejor amigo y confidente.

Tanto él como yo compartíamos un sueño: graduarnos e irnos del país a estudiar inglés y diseño en computadores. Pero era un sueño difícil de realizar porque no contábamos con el dinero suficiente ni los medios para hacerlo. Nos graduamos, pasaron dos años y los dos estábamos sin trabajo, aburridos, con ganas de hacer algo diferente.

Fue entonces cuando nos llegó la propuesta…algo que nunca nos habríamos imaginado que haríamos. Creo que a nadie, que ha vivido en un mundo con comodidades y abstente de situaciones hostiles, se le puede llegar a pasar por la cabeza que una oferta como la que nos presentaron, se hiciese atractiva ante nuestros ojos.
Pero, de hecho, lo más impredecible es, en ocasiones, lo más factible. Así que no lo pensamos mucho y aceptamos. Nos iríamos a Nueva York, la capital del mundo, con la visa asegurada, 2 mil dólares mensuales, apartamento amoblado y carro. Aunque suene muy atractivo, ese viaje tenía su precio: Nuestra misión sería guardar cocaína en el apartamento donde viviríamos y transportarla a los compradores, para luego llevar el dinero a los distribuidores.

El contacto con esa “organización” criminal, nos lo hizo el esposo de mi hermana menor, Sergio López. La tía de Sergio, Sofía Álvarez, estaba casada con el narcotraficante a cargo, que se llamaba Hernán Galeano. Ellos eran una organización pequeña, conformada por el mencionado Hernán Galeano, Hernando Paniagua y Ella, Sofía. Su labor era comprar droga en Miami y distribuirla, venderla en Nueva York.
Cuando aceptamos la propuesta, nuestros objetivos y metas eran estudiar costase lo que costase y conocer. Era nuestro sueño hecho realidad a un alto costo; un maquiavélico costo donde, para nosotros, el fin justificaba los medios.

La visa la aprobaron inmediatamente. Nos habían dado documentos falsos, declaraciones de renta falsas, informes de contabilidad, certificados laborales. Incluso, a Juan Fernando le dieron una libreta militar falsificada porque él no la había sacado. Los “narcos “contaban con infiltrados en el DAS, en empresas, en todas partes. Por eso nos dieron esa visa tan rápido.

Era 1985 y emprendimos nuestro viaje. Mi convicción radical del propósito académico que estaba persiguiendo, me ayudaba a disimular un sentimiento de culpa y de miedo que había en mi interior. Pero Juan Fernando, no podía hacerse a sí mismo ese trabajo mental tan fácilmente como lo hacía yo. En él, eran más evidentes todas las emociones que trae medírsele a semejante labor.

Nuestro apartamento quedaba en Queens, un barrio de New York. Allí guardábamos los kilos de coca en un baúl con un candado que tenía una clave especial (la clave en un principio fue secreta, luego me la confiaron a mí). En ese baúl cabían aproximadamente unos 50 kilos, es decir, 50 paquetes, cada uno de 1 kilo. Cada paquetico tenía el valor de 25 mil dólares (unos 50 millones de pesos) y en cada entrega, eran mínimo unos 4 kilos, o sea, unos 100 mil dólares (unos 200 millones de pesos en efectivo) que debíamos llevar a Hernán Galeano, y yo los cargaba en mi bolso.

Cuando llegaba la coca de Miami, ellos no la dejaban en el baúl de un carro que parqueaban en un supermercado. Nuestra labor, era ir a mercar, luego ir con las bolsas del mercado (que eran de papel) con los alimentos a ese carro, abrir el baúl donde estaban los 50 paquetes de cocaína, sacar el mercado de las bolsas, meter la cocaína, cubrirla luego con el mismo mercado encima e irnos a nuestra casa a guardarlo. Luego volvía a empezar el ciclo de repartir los paquetes, recibir la plata y llevarla a Hernán Galeano y Hernando Paniagua.

La única condición que pusimos para irnos, era que nos permitirían estudiar. Pero estando allá, ya no querían cumplirnos. Entonces yo me enfurecí y los puse en su lugar, siempre luché por eso, pues en realidad era el propósito del viaje. Así que nos turnábamos para estudiar porque el apartamento no se podía quedar sólo con toda esa droga allí. Un día estudiaba Juan Fernando por la noche y al otro día estudiaba yo. Estábamos matriculados en “Visual Art School”, en el curso de diseño en computadores y en el “Queens College”, en un curso de inglés. Nos dedicamos, además, a visitar todos los museos, a viajar y a ahorrar dinero.

Era un ambiente muy duro, muy pesado, de mentiras, de ambiciones, de miedo, donde nada está seguro, ni la propia vida. Yo era más tranquila, más organizada y “lanzada”, pero Juan Fernando estaba, como se dice vulgarmente, “paniquiado”. Estaba muy perturbado, un día me hizo pasar un gran susto porque tomó un revolver y me dijo que se iba a suicidar, que ya no podía más.

Vivimos muchas situaciones adversas. En otra ocasión, cuando estábamos bajando los paquetes de mercado con la “coca” adentro, pasó una patrulla de policía con unos perros en su interior. Esa escena fue como de película, pasaron lento, junto a nosotros, fue como si el tiempo se hubiese detenido, todo nos temblaba y tuvimos que actuar lo más normal posible.

Como yo era más tranquila y más segura, Hernando y Hernán me tenían mucho respeto, pero a Juan Fernando no. En una ocasión lo iban a matar, todo porque uno de los clientes a los que ellos le vendían la droga, dijo que él se había robado una plata y que lo iba a mandar a “quebrar”. Obviamente todo era una mentira y luego se aclararon las cosas.

Otro problema es que nuestros “jefes” eran “el crimen desorganizado”, no organizado, como suele decírsele. Nunca planeaban nada, una vez me dejaron parada dos horas en una esquina con 80 mil dólares en el bolso, expuesta a cualquier cosa. No tenían un norte, lo único, es que eran unos personajes muy hábiles, muy suspicaces.

En medio de esas situaciones de encierro, de lejanía, de soledad, entre Juan Fernando y yo nació una relación que sobrepasó la simple amistad. Yo quedé en embarazo y, por lo tanto, nos casamos. Pero a los 5 meses de gestación, perdí mi bebé. Ese evento, fue otro dolor que se le sumó a nuestro estado de desesperación.
Y faltaba lo peor. Nos volvimos consumidores de la misma droga que estábamos guardando. A mí me dijeron la clave del candado que cerraba el baúl con la cocaína, ellos abrieron un paquete para repartirlo en pequeñas bolsitas y venderlo por pequeñas dosis. Entonces Juan y yo empezamos a robarnos unos “pases”, con la escusa interna de que serían solo unos pocos. Pero con el tiempo queríamos más y más, sobre todo yo. Hasta que un día Hernán nos descubrió y se alteró en extremo. Desde entonces no lo volvimos a hacer. Empezamos a tomar conciencia de que estábamos tocando fondo.

Fueron en total dos años viviendo de esa droga, de ese negocio turbio. Para entonces, ya habíamos terminado nuestros estudios, teníamos dinero ahorrado y estábamos muy saturados de ese “bajo mundo” tan difícil, de tanta presión y maltrato sicológico. Así que le comunicamos a nuestros “jefes” que no íbamos a trabajar más con ellos. Nos fuimos a viajar por Estados Unidos y a conocer lo que nos hacía falta de Nueva York, para regresarnos luego a Colombia. Con el tiempo, nos dimos cuenta de que, los narcotraficantes, nos habían estado siguiendo para verificar que no los fuéramos a traicionar, que no siguiéramos con el negocio.
Finalizamos nuestro ciclo y retornamos a la tierra, a nuestro país. Cuando llegamos teníamos dinero ahorrado y decidimos montar una empresa de lo que habíamos aprendido en New York: Diseño en computadores. Se llamaba EDILASER. Al cabo de los años, esa empresa se quebró y ninguno de los dos volvimos a ejercer el diseño en los trabajos que logramos conseguir a través de la vida.

Esa experiencia, dejó muchas cicatrices y marcas en nuestro camino. Todo lo que conseguimos con ese dinero, todo lo perdimos: la empresa, nuestra carrera, todo. Llegó muy fácil y muy rápido y así mismo se fue. Ahora, después de 24 años, estamos prácticamente en la situación que estábamos antes de irnos a EEUU, sin un trabajo estable… nos tocó volver a empezar.

Nosotros sobrevivimos por sumisos, por no ambicionar demasiado, porque quién desea ganar más y más y sacar el mayor provecho del narcotráfico, siempre termina asesinado. Digamos que fuimos una especie de “pequeñas fichas” en aquel juego de la codicia, donde, hasta el menos esperado, puede terminar sumergido.

"El Muro", Un lugar para los retos


Es una escuela, ubicada en el barrio Laureles de Medellín, donde enseñan escalada deportiva de una manera profesional en un espacio muy bien adecuado para la actividad. Prestan varios servicios para públicos desde los niños hasta los adultos.

El Muro, pretende entrenar a quienes estén dispuestos a compartir la pasión de escalar. Por eso es una escuela, porque requiere responsabilidad para el aprendizaje y dedicación. Pero también es un espacio abierto al público que supone una forma atractiva de entretenimiento.

Escalar es un deporte difícil. Eso se puede comprobar al comenzar a subir los muros con las condiciones espaciales para entrenarse en la escalada. La primera vez que cualquier persona inicie la aventura de subirse a uno de ellos, notará que no es cualquier cosa. Requiere de fuerza muscular en las manos y pies, de estrategia y mucha concentración.

Una experiencia extrema
Jerson, uno de los profesores de “El Muro”, da ciertas explicaciones a los visitantes que quieren tener un primer contacto con este deporte extremo. Y es extremo porque está lleno de retos y obstáculos que se notan desde el muro más sencillo hasta el más complejo de escalar.

Los principiantes comienzan escalando un muro completamente vertical o placa que es el más “sencillo”. Aunque quien escale por primera vez, podrá corroborar que eso de sencillo es muy relativo pues no deja de tener un amplio grado de dificultad. En esa primera ocasión es muy poco probable escalar la totalidad de aquel reto.

Los que están en un rango más avanzado, escalan un muro más complejo con inclinaciones; esos se llaman extraplomo y describen diversas formas que toman las paredes (hacen pirámides de madera, “barrigas”). También están los techos, que son completamente verticales al piso. Aquellos muros, simulan las características y obstáculos de una roca o montaña verdadera, donde los escaladores profesionales y experimentados crean rutas para escalar. Pero todo el entrenamiento, antes de ir a lugares como los mencionados, debe ser en una escuela especializada en la actividad descrita.

La escuela de escalada, es una oportunidad para adultos, jóvenes y niños que quieran realizar una actividad diferente, recreativa como una nueva alternativa para escaparse de la cotidianidad. Además, es un deporte lleno de retos personales y logros por alcanzar en cada paso donde se consigue avanzar.