martes, 22 de marzo de 2011

Jugando a vivir


“Todos pasan por mí, yo nunca paso por nadie.
Todos preguntan por mí, yo nunca pregunto por nadie”.
Querido lector, lo reto a que descifre este acertijo antes de terminar de leer las divertidas hazañas que se narrarán a continuación.

¿Por qué en los juegos de niños siempre hay tanta discriminación? Cuando yo jugaba a las mamacitas con mis primos ni siquiera clasificaba a ser humano, no, yo era el perro ¡El bendito perro! Me tocaba ir en cuatro, ladrando y hasta mover la cola. Por eso es que toda mi vida he apoyada la frase célebre del reconocido filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau: “El hombre es naturalmente bueno, es la Sociedad quien lo corrompe”. Y la sociedad lo empieza a corromper a uno desde la niñez porque el que no es malicioso y “avispado” no sobrevive a la crueldad de los niños y termina traumatizado.

Yo por lo menos no me traumaticé y seguí la costumbre de ser maldadosa con un primo que nació después de mí al cual le realicé una serie de travesuras tormentosas que me da vergüenza mencionar. Pero bueno, el punto que quiero sostener es que yo aprendí de esa misma maldad, yo era inocente pero me volví cruel. Y así es la vida aunque no puedo negar que he gozado mucho de mi niñez prolongada, porque aún a mis 24 años, la sigo viviendo.

Sin lugar a dudas soy una persona alegre e inmadura, me encanta reírme de todo, hasta de mí misma, que es lo más común pues soy una persona muy torpe, me tropiezo con todo, me resbalo y paso “vergüenzas”; mis amigos me dicen “La Mr. Bean criolla”. Por eso no me sorprendió que mis amigas del colegio organizaran una pista jabonosa para celebrar el nuevo trabajo que conseguí.

La organizaron en la zona infantil del colegio en el que estudié hasta el 2007, La Enseñanza. La cabecilla del plan macabro fue la rectora, Liliana Franco, que es una religiosa de 35 años a la que llamamos “La novicia rebelde” porque es descomplicada, alegre, juguetona, tiene el espíritu de una niña chiquita y es una amiga más de nuestro grupo. Me invitaron disque a partir una tortica y a tomarnos una copa de vino, enfatizaron en que debía ir bien presentada, arreglada y todo porque la celebración iba a ser con Liliana (la rectora) y que ella quería que fuera algo serio. Así que me cepillé el pelo, me arreglé las uñas, me maquillé y me puse un vestido gris con unas medias veladas negras y unos tacones bajitos.
Eran las 6 de la tarde cuando llegué al colegio. Me recibió Liliana en la portería y me puso una venda en los ojos porque, según dijo, me tenían una sorpresa. Yo accedí confiada porque se trataba de la Rectora y me fiaba de la seriedad del caso. Caminamos un largo trecho bajando escaleras y rampas prolongadas. Paramos cuando llegamos a un lugar algo empinado y yo sentía la textura de tierra y pasto en el suelo con mis zapatos.

De repente sentí como me caía una cascada de agua helada en todo mi cuerpo y me quedé sin aliento, me ahogué del susto y del frío, me sentí ultrajada, “violada”, utilizada, casi me muero. Acto seguido me cogieron entre cinco personas y me tiraron por un plástico que estaba extendido en el piso lleno de agua y jabón que había creado una espuma negra por la combinación con la tierra del suelo. La “pista jabonosa” tenía una longitud de más o menos diez metros y se encontraba en la mitad del parquecito de las niñas de jardín.

Cuando terminé de rodar por ese camino resbaloso lleno de obstáculos y piedras en el suelo que me rompieron mis medias, todas mis amigas (un grupo de siete personas más la rectora) se dispusieron a tirarse encima de mí aporreado cuerpo en “carga montón”. Yo no sé quién fue el bruto que se inventó que el dolor de sentir el peso de más de 4 personas encima de uno es un juego.

Yo no comprendía aún qué estaba pasando y me sentía literalmente aplastada, sin aire no me salían ni los gritos. Pasaron de 5 a 10 segundos que para mí fueron una eternidad; no se quitaban de encima y además estaban muertas de la risa. Quien iba a pensar que mi única salvación fueran los orines. Mientas todas estaban sobre mí, una de ellas se orinó de la risa y se empezó a sentir que fluía una corriente de agua caliente que hizo parar a todas del suelo. Yo quedé extendida en el piso cual caricatura “estripada”. No me podía ni mover, el dolor que sentía en mi cuerpo me hizo dar risa, aún no sé el porqué. Todas estaban gritando y burlándose de la que se había orinado pero yo sentía que la amaba con todo mi corazón, que amaba esa “agüita amarilla cálida y tibia” por salvar todos los huesos de mi cuerpo de una fractura crónica.

Pero el suplicio no había culminado. Otra vez sentí el chorro de agua que había experimentado cundo llegué a la “fiesta”. A alguna se le ocurrió que me lanzaran otro manantial de agua para hacerme levantar del piso y que nos siguiéramos tirando por la pista. La hipotermia se apoderó de mi ser y me levanté en un ataque de adrenalina. Las miré a todas con una cara de desconcierto y eso les produjo más risa aún.

-Levantese pues mija que vinimos a celebrar su paso de la niñez a la adultez o, siendo usted, al adulterio ¡jajajaja!- Dijo Valen, una de mis amigas y todas se volvieron a reír.

-Estas si son muchas desatinadas ¡casi me muero del susto! Además este vestido era nuevo esta es la segunda vez que me lo pongo disque por la celebración… Miren ya como está, quedó pa´ trapo de cocina- Contesté con un tono pasivo pues ya no tenía rabia, me había resignado a la situación.

Y como mencioné al principio, Marcela (yo) llegó siendo naturalmente buena a la fiesta, fue la Sociedad (mis amigas) quienes la corrompieron. Sin importarme vestido, medias o pelo cepillado, me fui a la parte de arriba de la pista, tomé a Liliana (la rectora) abrazada y me tiré con ella a rodar por aquella superficie jabonosa y desnivelada, con piedras que estaban por debajo del plástico pero que lastimaban mucho. Terminamos llenas de pasto y tierra por todo el cuerpo. Todas me miraban y se reían sin parar, yo no sabía que pasaba y cuando bajé mi mirada lo descubrí. Mi vestido era strapless y junto con el brasier se me había bajado hasta la cintura dejando al descubierto la desnudez de mis pechos. Creo que ya quedó claro el porqué de mi alias “La Mr. Bean criolla”. Esa situación mereció que hasta yo me riera de mí misma y lo hice sin poder parar, la verdad no sabía si seguirme riendo o subirme el vestido.

Sacaron la botella de vino y empezamos a tomar a pico de botella. Nos tiramos por esa pista hasta que se nos acabó el jabón. Mi vestido ya se había roto también pero ya no me importaba, estaba cual “marrano estrenando lazo” como dice el dicho popular. Me encontraba eufórica y feliz sin preocuparme por la belleza de mi ropa o mi pelo y me vestí con las mejores prendas de la niñez: el mugre, el despeine, las maldades y el descomplique.

Terminamos el día jugando en los columpios, en el lisadero y el pasamanos. Aunque la travesía por el último fue compleja ya que teníamos las manos resbalosas y más de una nos caímos; yo me di en el “huesito de la alegría” o coxis para efectos científicos. Como ya estaba medio sobria, entrando en los efectos del vino, no me importaba nada. Hice el “murciélago” que consiste en sentarse encima del pasamanos enredar los pies en las barras y tirarse hacia atrás para quedar con el cuerpo y la cabeza colgados; ese fue mi juego favorito cuando era una niña y no lo hacía desde mis 10 años aproximadamente. Lo disfruté mucho aunque el efecto de la gravedad en mi cuerpo aumentó desde mis 10 años hasta mis 22 actuales pues me dio más dificultad y tuve que hacer más fuerza de la que recordaba (gajes de crecer).

Luego me columpié muy alto pero la gravedad nuevamente hizo presencia. Mis amigas me regañaron y me pidieron que me bajara porque el palo horizontal que sostiene la cadena del columpio se estaba doblando mucho por mi peso al punto de casi romperse. Pero yo hice caso omiso, estaba embriagada con las emociones infantiles que me traían aquellos juegos. En ese instante recordé que cuando era una niña me lanzaba del columpio en su punto más alto para caer al suelo como toda una malabarista. Así que me dispuse a lanzarme. Los gritos y regaños que todas me profesaban me entraron por un oído y me salieron por el otro; me lancé desde el punto más alto de la columpiada. Caí sobre mi “huesito de la alegría” otra vez pero con más fuerza. El dolor se hizo más intenso y la embriaguez infantil se evaporó un poco, no me podía parar.

Entre todas me ayudaron y me llevaron hasta los salones de jardín donde habían preparado un asado. Me quedé allí y comimos, tomamos más vino y nos reímos de las experiencias que habíamos acabado de vivir. Notamos que por instantes habíamos vuelto a los primeros años, cuando no nos dejábamos agobiar por la cotidianidad y, por medio de la imaginación, volábamos a mundos felices, soñábamos con ser astronautas o exploradoras o cantantes.

Por lo menos no jugamos a mamacitas, pensé y me reí internamente. Al otro día me desperté con hematomas en todo mi cuerpo, sentándome de lado por la hinchazón del coxis y con un guayabo terrible. Pero a pesar de tanto desgaste físico mi espíritu estaba renovado, por fin pude recordar el verdadero valor de vivir cada momento y disfrutar el hoy, el ahora.

Descubrí que nunca debo olvidar ser una niña; no debo olvidar ser feliz con los pequeños detalles y disfrutar una simple risa, un abrazo, una caída; no debo olvidar soñar, bailar, correr, gritar porque ser “grande” no significa ser aburrido, serio o mal humorado. Hay que dejarse corromper por la sociedad; hay que corromper la tristeza, corromper la monotonía, corromper la violencia, las peleas y dejarse contagiar por el niño interior que todos llevan dentro y que está dispuesto a salir cuando cada uno desee disfrutar la vida.

Bueno querido lector, ahora que ya acabó de examinar este escrito de aventuras y desventuras aquí le dejo la solución al acertijo: La calle. Espero haber tocado la fibra infantil que lleva usted dentro.

lunes, 21 de marzo de 2011

Entre risas y flores, se fueron consumiendo las botellas


“Tómate un respiro (…)”, me decía Gloria Estefan al oído, cuando salí de mi casa. Pero al tomarme un respiro en el centro de Medellín, entendí que tiene que ser en sentido figurado, porque la mezcla de olores entre alcantarilla, polución e indigencia, no me permitieron respirar profundo sin terminar con una tos seca. Por lo tanto, pretendí entender lo que me decía la canción en una forma diferente, decidí que lo que haría, sería darle un giro a mi forma de ver las cosas, tomarme el tiempo de observar y hacer a un lado la cortina que la cotidianidad le pone a mis ojos diariamente.

Me vestí muy descompilada, con colores neutros para no llamar mucho la atención (eso lo aprendí en una novela de “detectivas” que dan por televisión). Empecé a caminar por la ruta que recorro todos los días para coger el bus que me lleva a la Universidad. Generalmente, no miro a nadie, camino rápido y con un rumbo definido, por el miedo natural que a diario crece con respecto a la inseguridad en Medellín. Pero ese sábado en la tarde, mi actitud cambió: mis cinco sentidos se pusieron a disposición de la ciudad.

Una serie de personajes comenzaron a cruzarse en mi camino, entre ellos, un embolador de zapatos, un vendedor de Bon Ice, una moto de la policía tirándole agua a una mujer indigente para que se quitara de la acera porque estaba obstruyendo el tránsito de peatones, lo que me pareció una medida algo indigna para tratar a un ser humano. El que más me impresionó, fue un vendedor de cuchillos que se me acercó con una sonrisa destacada, no por su blancura, sino por la falta de un diente incisivo (los de la mitad de la boca). El hombre tenía un aspecto algo macabro por su actitud provocadora para acercarse a mí y por el producto tan bélico que me estaba ofreciendo. Apuntándome con tres cuchillos me dijo:
-Mami, lleve los cuchillos, están muy bien afilados y le sirven pa lo que sea- acto seguido, tomó dos de los cuchillos y los empezó a golpear entre ellos para mostrarme que sí estaban afilados. Yo le dije que no tenía plata, que otro día se los compraba, él se quedó mirándome fijamente, me acercó más los cuchillos que tenía en su mano (o por lo menos eso sentí yo que ya estaba algo atemorizada) y replicó: -vea mona, se le ve en la cara que usted es de platica, colabóreme así sea con una moneda-. Pues me tocó darle una moneda de doscientos y por fin se fue.

El calor me golpeaba a pesar de que la tarde estaba nublada y había llovido muy suave más o menos una hora antes de que yo saliera. Para ese entonces, ya estaba en la esquina de abajo de mi casa, en Giraldo con Colombia. En aquel lugar, vi un sitio llamado “Heladería Capri”, que me impactó porque estaba lleno de hombres que se voltearon a mirarme silbando y con gestos sexuales; uno de ellos se tocó la parte íntima que los hombres tienen entre sus piernas y pronunció un piropo que no he podido entender muy bien: -uy reina, con esos botones pa´ que control-. También me intrigó que se llamara heladería porque, hasta donde yo vi, no vendían ningún helado, lo que tenían eran máquinas tragamonedas, música de cantina y mucho licor. Al frente de esa “Heladería”, estaba la Placita de Flores, que al leer su letrero (algo que nunca había hecho a pesar de pasar por allí diario) noté que en realidad se llama “Placita de Flórez”, porque el Flórez es de apellido (en honor a Rafael Flórez, un señor que donó el terreno para que se construyera la plaza allí) y no de flor como yo pensaba. Abajo del letrero dice: Patrimonio de los antioqueños.

Crucé la calle y entré a la Placita. El edificio, de dos pisos de alto y una cuadra de ancho, es de color mostaza. Tiene varias entradas, por delante, por detrás y por los costados. Yo entré por la puerta de adelante, que corresponde al parqueadero donde cuadran los carros que llevan las flores, las verduras, la carne, las hierbas y todo lo que se comercializa en el lugar. El ambiente es el de una plaza de mercado, eso se percibe desde el parqueadero, aunque yo aquel día no entré. Me senté en una cafetería muy pequeña que estaba a la izquierda de la entrada principal, en el garaje. La tiendecilla, tenía una barra en madera (algo sucia) y unos “butacos bailarines” de diferentes colores. Pedí una cerveza para empezar a observar el ambiente donde las flores son protagonistas. El que atendía, era un muchacho al que no le puse más de 16 años, tenía una cara pulida, era bien parecido, cosa que me sorprendió pues no había visto el primer hombre lindo durante todo mi recorrido.

Comencé a tomarme la cerveza, que estaba como mandada a hacer para el calor que hacía y uno de los vigilantes se me acercó diciéndome: -Cuidado se emborracha-, yo le contesté: -nadie se emborracha con una cerveza, o ¿si?- él respondió: -se va a dar cuenta de que aquí nadie se va sin tomarse por lo menos unas cinco cervezas y salir mareado-. Yo me reí y asentí con la cabeza dando por hecho que ese no sería mi caso. Pero, como siempre: “(…)La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡hay Dios!(...)”, sonó ese reconocido “disco” y así fue, aún no sabía las sorpresas que me traería la vida aquella tarde.

Para el momento, la voz de Gloria Estefan había quedado apagada con mi MP4, porque la música de la “tienda-cafetería”, acaparaba todo mi sentido auditivo. Estaba sonando la emisora “Rumba Estéreo” con diversas canciones de guasca, vallenato, salsa, merengue, entre otros géneros. La música ambientaba aquel escenario de plaza, con todos sus trabajadores entre verduleros, carniceros, venteros, cargadores. A pesar de ser una plaza de flores, el olor a flor era opacado por el hedor característico del centro (el que mencioné al empezar esta historia). Por mi mente pasaban pensamientos asombrosos porque me sentía tan cómoda y segura en ese lugar, que nunca nadie se lo habría podido imaginar.

-Usted tiene cara de universitaria-, me dijo el que atendía la tienda. Yo me sentí “pillada” y me puse nerviosa así que le dije: - ¿Yo universitaria?, no para nada-, él suspiró y me preguntó: -ah, pero ¿no sabes cómo se llama el aparato que mide el viento?-, yo, ya más tranquila porque había visto un crucigrama que él estaba haciendo le respondí: - Hay, yo no me acuerdo, espérate…creo que es algo que da vuelticas, como veleta o algo así-. Me sentí inculta por no saber eso, de alguna forma yo había llegado con una actitud de sentirme la “tesa” en un lugar donde la gente no es muy culta, pero estaba tan equivocada que un viejito, que se estaba tomando un trago de ron, respondió: -mijo, lo que mide el viento se llama Anemógrafo-. El muchacho revisó y efectivamente la palabra cuadraba. Cuando llegué a mi casa consulté en google porque no lo podía creer y efectivamente era cierto. Entendí que los prejuicios no sirven para nada en la vida y que no se pueden juzgar los lugares y las personas sin “empaparce” antes de ellos.

Mi cerveza ya estaba medio llena (para ser optimistas) alcé la mirada y vi una Virgen con el niño en sus brazos ubicada en todo el centro del techo de la Placita. Aquel personaje, observa las actividades diarias de allí que comienzan desde las cuatro de la mañana, cuando los carros y camiones llegan cargados de flores. Esa imagen de la madre por excelencia, vigila aquel referente cultural, comercial y hasta medicinal de Medellín, en el cual yo me encontraba. Y tanto lo vigila que a la izquierda y a la derecha de ella, instalaron dos cámaras de seguridad “como pa reforzar la vigilancia”, me dijo Wilfor, el muchacho que me vendió la cerveza y que ya me había dicho su nombre después de preguntarme el mío.

“(…) Volveré, volveré, porque te quiero, porque me muero, volveré (…)” cuando sonaba esa canción llegó “El peluche”, un hombre de unos 28 años, de escasa estatura y vestido con una camisa de estampados brillantes. –Entonces qué peluche- lo saludó Wilfor y empezaron a hacer chistes entre ellos que me causaron gracia sin poder contener mi risa. “Peluche” me miró con una sonrisa “de oreja a oreja” y me dio la mano: -Mucho gusto bebecita ¿bailamos?- Nuevamente fue imposible contener mi risa porque él tenía una cara y una actitud muy graciosa, además me parecía muy loco ponerme a bailar en medio de la Placita, en el parqueadero. Pero él no me dio ni la más mínima oportunidad de responderle porque me jaló del brazo y quedé parada a su lado. Ya era demasiado tarde, terminé bailando toda la canción.

-¿Se va a tomar otra mi amor?- Me preguntó “Peluche” con la cara de galán que con esfuerzo logró hacerl, yo le dije que bueno y Wilfor me destapó otra Pilsen. La conversación fue fluyendo entre los tres y otros trabajadores más de la Placita que se acercaron a fumar o tomarse un trago. Los temas de conversación pasaron entre equipos de fútbol, espantos, agüeros y hasta estafas que hacen los taxistas. Para ese entonces ya me había tomado cuatro cervezas y estaba empezando la quinta (todas habían sido pagadas por “Peluche” y después por “El negro”, otro muchacho que se acercó).

-Si ve que sí se emborrachó- me dijo el celador, yo sonreí y asentí con la cabeza dándole la razón a lo que él me había dicho al principio. Por efecto de las cervezas o por alguna extraña razón, “El negro” me estaba pareciendo más lindo y atractivo de lo normal, a pesar de lo irracional que es para mí pensar que me gusta un trabajador de la Placita de Flórez. ÉL, era un joven de unos 24 años, mulato (muy moreno), con una linda sonrisa, con un piercing en la ceja izquierda y unos ojos expresivos; era cargador de flores y estaba vestido con una sudadera verde limón y una bata blanca similar a la de un médico. Tenía una energía muy linda, supe que era una buena persona sin necesidad de conocerlo a fondo.

“Hablando de mujeres y traiciones, se fueron consumiendo las botellas (…)”, ese reconocido “tema” de Vicente Fernández, le dio una melodía a mi partida. “El negro” y Wilfor la cantaron mirándome, como si todas las mujeres mereciéramos que nos dedicasen esa canción; así que sonreí y descubrí que por lo menos sí había cumplido la parte de consumir botellas. Le di una última mirada al lugar, observando que, a pesar de que ya habían cerrado las puertas de la Placita, muchos trabajadores estaban en aquella tienda sentados, bailando, riendo y tomándose unos tragos. Y yo, por un día, había sido parte de aquel encantador lugar, no tanto a la vista, pero sí en cuanto a la alegría y la amabilidad de la gente que entrega su vida a la plaza.

En un principio, mi plan era aislarme del ruido y las conversaciones para observar únicamente una remota esquina del centro y escuchar la hermosa composición de Gloria Estefan, que siempre me pone los pelos de punta. Pero terminé descubriendo, en aquel patrimonio con 118 años de historia, algo muy obvio pero que a veces se me olvida: la ciudad está habitada por seres humanos que sienten y merecen atención porque son los que construyen la tranquilidad y el caos que le da sabor a la vida.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El camino de la muerte


El espejo reveló la realidad casi invisible por tantas dosis de morfina que segaban su cordura. Julieta Vanegas Blair, miraba su rostro como si fuese otro. A pesar de sus 50 años de edad, su pelo lucía blanco como la nieve y sus ojos, de un verde casi increíble, reflejaban el dolor y la agonía que producen una enfermedad de casi 5 años.

Abatida, recordó un libro que marcó su vida: “La metamorfosis” de Franz Kafka, era como si su cuerpo fuese objeto de esa transformación irreal de la que hablaba el autor en su obra. Nada estaba en su lugar, una laringectomía radical había extirpado sus cuerdas bocales y por el mismo motivo no podía expresar que estaba aterrada con su propia presencia.

Una traqueostomía (hueco en la garganta para respirar) era su collar, una gastrostomía (sonda en el estómago para alimentar) y una bolsa de alimentación conectada a ella, era la única forma que tenía de suplir su sed, su hambre y las irresistibles ganas de un solomito en salsa de champiñones que sentía. Dos incisiones de casi 20 centímetros marcaban su pecho y su cuello; una de ellas desfiguraba su seno derecho. ¿Quién soy, qué pasa, dónde estoy?- dijo con palabras mudas.

- Tranquila mami, todo va a salir bien; la muerte es parte de la vida, es un proceso que nos llega a todos y es el camino que tienes que seguir. Yo voy a estar bien, a pesar de que no vayas a estar conmigo tu presencia me acompañará toda la vida. Te amo con toda mi alma y nunca abandonarás mi corazón…sigue tu camino-.

- Sí Juli, muchas gracias por todo tu amor, eres el ser más hermoso y especial que he tenido, no tengas miedo, vas a descansar por fin-.

Las palabras de su hija y de su esposo revelaron ante los ojos de Julieta que la cirugía, a la que había sido sometida hace más de una mes, no había sido un éxito y que, por el contrario, había causado secuelas mortales en su cuerpo.

A pesar de que siempre aseguró que no le temía a la “parca”, sus lágrimas revelaron lo contrario.
Después de largas horas fallidas en las que quiso comunicarse modulando con sus labios las palabras, su hija, Andrea Arango, le alcanzó un tablero de mano con todo el abecedario escrito en él y le dijo:

-Mira mami, señala letra por letra hasta que nos construyas una palabra y así te podremos entender lo que nos quieres decir-.
Julieta se sintió un poco aliviada por la opción creativa que su hija le presentaba y señaló: -¿Qué tengo?-.

Su hija, estremecida y sin ganas de mentirle más a su madre pronunció:
-Te descubrieron un cáncer en la laringe y ya hizo metástasis en los pulmones… no hay nada que hacer-.

Julieta por fin comprendió que la cita con el destino más conocido por todos y a la vez desconocido por los mismos, había llegado a su puerta. Y fue así como emprendió el camino de la muerte…

El juego, una “adicción sin sustancia”


Nelly Ramírez es una mujer de 45 años que vive en el barrio Caribe, en la ciudad de Medellín. Tiene cuatro hijos, de tres padres diferentes, y se enredó en el mundo de los casinos hace ya 15 años. Vivía sola con sus hijos y los respectivos padres les enviaban dinero, el cual Nelly gastaba completamente en los casinos del centro de la ciudad dejando solos a sus hijos y sin nada que comer. Cuando ellos crecieron y consiguieron trabajos, su madre les robaba el dinero de sus billeteras y todo se lo jugaba. Hoy, su hija mayor, Liliana Ramírez, vive sola con sus hermanos y cuenta que el menor, Daniel, que ya tiene 18 años, está igual de adicto a los casinos que su madre, pues ella misma lo ha llevado y le ha enseñado a jugar en esos lugares para que él le dé dinero que ella pueda apostar. Liliana afirma que su madre nunca ha reconocido su problema y que ya involucró a su hermano menor, quien se gasta hasta la plata del arriendo en los casinos.

Como Nelly, son muchos los casos de adicción al juego en Medellín y en Colombia. Esa adicción se conoce como Ludopatía, según la Fundación Colombiana de Juego Patológico, está descrito como una adicción no farmacológica que cumple con criterios de tolerancia, dependencia y abstinencia.

La Asociación Americana de Psiquiatría (APA) lo incluye en el apartado de trastornos de control de impulsos. El juego patológico no está aún establecido en Colombia, pero se reconoce como causa cada vez más frecuente de consulta psiquiátrica. Particularidades de esta patología incluyen intensa depresión y graves efectos en los campos laboral, familiar y judicial.

Actualmente, a pesar de ser ubicado por los manuales de clasificación en salud mental como un trastorno de control de los impulsos, la línea siquiátrica es la que considera a la ludopatía o juego patológico como una adicción caracterizada por un déficit progresivo en el control del impulso por jugar.

El sicólogo Juan Guillermo Vélez, empleado del centro CITA para la salud mental (uno de los pocos centros en Medellín que se preocupa por el tratamiento de la adicción al juego) explica que en Colombia, los recursos para la salud derivan en gran parte de los impuestos al alcohol, tabaco y juego. Esta situación lleva a una contradicción, donde muchos de los problemas de la salud obtienen recursos de las causas que los generan.

Juan Guillermo enfatiza en la creciente ola de casinos en la ciudad de Medellín. “las ayudas que presta el Estado para que se incentive la inversión extranjera y nacional en los juegos de azar son inmensas. Como sucedió en la Feria Andina de Juegos de Azar (FADJA), donde el Estado aprobó el Centro Nacional de negocios y Exposiciones, Corferias, para el encuentro mundial de fabricantes y operadores de la industria de los juegos de azar. El Estado les concedió un permiso de Zona Franca transitoria para el evento, donde los participantes podrían traer todo tipo de máquinas sin pagar impuestos. Pero, dónde están las ayudas que debe prestar el Estado para combatir el grave problema de salud pública (la ludopatía) que genera el furor de la industria del juego”.

De acuerdo con las cifras de la Fundación Colombiana de Juego Patológico, en chance se apuestan cerca de 375 millones de dólares, en loterías 225 millones y en el resto de juegos 52 millones de dólares, mientras que en juegos ilegales la suma podría alcanzar los 652 millones de dólares. Los colombianos gastan anualmente más de un billón de dólares en juegos de suerte y azar, ya sean legales o ilegales (son ilegales los que no pagan impuestos y no están ubicados en lugares exclusivos para juegos de azar, como las tiendas de barrio, cantinas, entre otros).

La Ley 643 de 2001 fija el régimen propio del monopolio rentístico de juegos de suerte y azar, donde el Estado tiene facultad exclusiva para explotar, organizar, administrar, operar, controlar, fiscalizar, regular y vigilar todas las modalidades de juegos de suerte y azar.

La finalidad social de la Ley es contribuir, por medio de los impuestos que pagan los juegos de azar, a la financiación del servicio público de salud, de sus obligaciones prestacionales y pensionales e investigación en áreas de la salud. Todo lo anterior se realiza a través de la Empresa Territorial de la Salud ETESA, que es un ente regulador del Estado, y hace parte del Ministerio de Protección Social.
Según la anterior ley, los recursos obtenidos de los impuestos en los juegos de azar, se distribuyen así: El 80% para atender los servicios de salud, el 7% al Fondo de Investigación en Salud, 5% para la tercera edad, el 4% para los discapacitados y para la salud mental y el otro 4% para subsidio de los menores de 18 años que no se encuentran afiliados a ningún servicio de salud.

Por lo tanto sólo el 4%, de los recursos obtenidos se dirige al tratamiento del “problema mental” reconocido por el Estado como Ludopatía. O sea que, de los recursos que se obtienen por el juego y que van dirigidos para la salud, sólo ese pequeño porcentaje se dirige a combatir el problema que genera el mismo juego.
Dentro de las restricciones y prohibiciones que tiene el Estado colombiano con relación a los Juegos de Azar se tienen las siguientes: Ofrecimiento o venta de juegos de azar a menores de 18 años, Ofrecimiento o venta de juegos de azar a enfermos mentales que hayan sido declarados interdictos judicialmente, ofrecimiento o venta de juegos de azar que afecten a los jugadores.

Explica, Juan Guillermo Gutiérrez, que no existen normas o reglas especiales que vayan dirigidas a la protección de los jugadores, por parte del Estado. Además el Gobierno no propone acciones concretas de tipo terapéutico y preventivo para el Jugador con problemas patológicos.

Hugo Mesa, director del sector de mesas en el casino Gran Medellín del Poblado, explicó: “Aquí en Colombia a los casinos no les ponen barreras para funcionar, ponen ciertas normas, pero no les preocupa si hay muchos casinos o si hay gente pobre que se está gastando la poca plata que tiene. En otros países de Europa o Estados Unidos, piden a los clientes una declaración de renta para saber los ingresos y determinar si son aptos para hacer apuestas en el casino. Aquí al Estado sólo le interesa obtener ingresos de los altos impuestos que este negocio genera para la salud y no piensa en las personas que lo pierden todo”.

Ángela Gutiérrez, ex promotora del Casino Caribe en el Centro y trabajadora actual del casino Gran Medellín, en el Poblado, cuenta cómo los casinos le brindan todas las comodidades a los clientes, sin importar el estrato, para que se sientan cómodos, entretenidos y felices; pero se aprovechan de la ambición de la gante por ganar.

“A los casinos del Centro va mucha gente que tiene muchas necesidades y que alguna ves ganaron en los casinos y esa plata les sirvió para pagar sus deudas. Entonces se les crea eso en la cabeza, que (AL LECTOR NUNCA SE LE HABLA CON ABREVIATURAS DE LAS PALABRAS) si van al casino y se juegan la plata del arriendo, la pueden duplicar para los servicios. Esos clientes quedan sin una moneda y se vuelven muy agresivos. En los del poblado la gente tiene sus negocios y el juego es más por placer o hobby. La gran diferencia son las necesidades de lo clientes de cada casino”, dice Ángela.

La Representante a la Cámara, Lucero Cortés, presentó un proyecto de ley que busca prevenir la enfermedad denominada ludopatía o juego patológico, donde le pide al Estado priorizar e implementar recursos y planes sectoriales respectivos, que sirvan de fundamento para adoptar medidas tendientes a desincentivar los hábitos y conductas patológicas relacionadas con el juego; especialmente en la atención de sectores sociales más vulnerables, es decir, la gente que posee más bajos recursos y se gastan el poco dinero que tienen en los casinos. La representante Cortés reiteró que se debe prestar una atención médica especializada a las personas que presenten cuadros de Ludopatía /esta información se puede encontrar en la página del Congreso).

Alberto Hurtado, profesor de historia de la Universidad Eafit, expresó acerca del juego: “deseo poner el debido acento en el verdadero valor del juego, como elemento de recreación y descanso, de relajo y esparcimiento, inclusive en familia, eso sí bajo ciertos parámetros de medida, de manera que no signifique a muchas personas tener que amanecerse jugando y poner a la suerte grandes sumas de dinero. Con esto, obviamente mi postura más que empresarial es más bien valórica. El Estado colombiano, debería cambiar un poco su postura empresarial y pensar en la comunidad, impulsar los casinos para obtener recursos para la salud y a la vez equilibrar la balanza impulsando ampliamente el tratamiento a la enfermedad que generan esos casinos, no darle la espalda al problema creciente de la ludopatía”.

lunes, 28 de febrero de 2011

Donde terminan las vanidades del mundo



“Dicen que la ausencia causa olvido, mas no se puede olvidar lo que siempre se ha querido”(Epitafio de una lápida, Cementerio San Pedro).

Mi reloj marcaba, más o menos las tres o cuatro; era una tarde muy soleada. En compañía de dos amigos salimos de mi casa con sentimientos encontrados: una mezcla de susto, ansiedad, prevención y hasta superstición. Emprendimos nuestro camino al Cementerio de San Pedro de Medellín.

Aunque un poco agitado por el tráfico y las dificultades de la calle, el camino a aquel lugar se tornaba normal; era casi perfecto aún sabiendo para el sitio que nos dirigíamos. Al llegar, a pesar del calor que hacia y de que el sol resplandeciera sobre toda la ciudad, nuestros cuerpos estaban casi tan helados como los que se encontraban en aquel cementerio.

Tal vez por fortuna y casualidad, los tres llevábamos una ropa de color oscuro como para no desentonar y pasar un poco desapercibidos. De inmediato ingresamos al lugar, la sensación no dejaba de ser incomoda, pues las energías y el aroma del lugar no eran del todo agradables. Al parecer, todos nos sentíamos muy intimidados y dentro de mí sólo habitaba el miedo.

Dimos unos pasos más allá de la puerta para entrar en el lugar y notamos un camino con árboles de pino a sus costados, el cual conducía a una capilla de color blanco con una cúpula imponente que inspiraba respeto. Luego, escuchamos tres campanas anunciando que algo pasaba allí.

Seguimos caminando, sin un rumbo fijo, pero con la certeza de querer ver y descubrir algo nuevo y diferente. De repente vimos una multitud de gente, vestida de negro, con sus cabezas agachadas que solo indicaban tristeza y desolación; en mi cabeza supe que sólo se podía tratar de un entierro. Entonces dije: “Hey miren hay un entierro vamos a verlo”. Aunque sonara un poco cruel, morboso y amarillista, solo quería tener un poco de material narrativo.

Con una sensación de retraimiento, seguimos a la multitud, observando muy disimuladamente y cuidadosamente las lapidas decoradas con objetos extraños, fotos, peluches, flores artificiales, cartas; infinidad de cosas que evidenciaban el afecto y el apego de los seres queridos hacia los cuerpos inertes que allí reposan.
De un momento a otro, la multitud se detuvo, y en ese momento yo miraba una lapida que tenia una foto de una bebe cuyo nombre era Ana Sofía. En ese instante, noté que nos encontrábamos en la parte donde enterraban a los bebes y a los niños; lo que significaba que el entierro, que estábamos presenciando, era de una pequeña criatura que se fue a descansar para siempre.

Fuertes palpitaciones, empezaron a producirse en mi corazón, mis manos empezaron a sudar y una sensación conmovedora se apodero de mí. Sentí que el mundo se me venía encima, sólo los gritos de esa madre desesperada me sacaron del shock en el que me encontraba después de saber que era un bebe el que estaba dentro de ese ataúd.
Cuando reaccioné, vi a la mamá del niño cargando el ataúd de su propio hijo, llorando desconsoladamente, mientras otros rezaban, muchos lloraban y los que más hacían algo por la causa, la consolaban tratando de traerla de nuevo a la cruda realidad.

Se escuchaban unos gritos, voz quebrada de total desconsuelo y desolación, que decían: “Me lo quiero llevar para mi casa, por favor déjeme llevármelo para mi casa”. Esa frase la repetía una y otra vez con angustia como si le arrancaran de sus brazos casi su propia vida.

Fue entonces cuando miré a mis dos amigos que, al igual que yo, estaban consternados por la situación. De pronto, mis ojos se encharcaron y las lágrimas rodaron por mis mejillas. La escena fue tan fuerte, que parecía que el sentimiento era casi propio, no fui capaz de ver más y les pedí que siguiéramos con el recorrido.

Al seguir caminando y observando, podía notar cómo las lapidas estaban clasificadas por años y las más antiguas, carecían de decoración o manifestación de sentimientos por parte de sus familiares.

Pasamos por el horno crematorio, solo un rayo de luz filtrado por el vitral de éste, nos permitió deducir que ahí era el lugar donde se llevaba a cabo este proceso. Continuamos nuestro recorrido y a cada paso, me dejaban atónita las lapidas con sus decoraciones. Pude concluir que hasta en la forma de ornamentación de las lápidas, se revelan las clases sociales.

Con un malestar general en el cuerpo, el estomago y la mente, debido a la impresión que nos causó el dolor de aquella madre, seguimos caminando, un poco cabizbajos y aunque presentes, al mismo tiempo, muy ausentes. Después de caminar en forma de medio círculo, dándole la vuelta al lugar, llegamos al centro donde el cementerio se convertía en un campo abierto al aire libre.

Allí empezamos a ver diversos elementos como los mausoleos de las familias, las estatuillas representando a algunos Santos y, en la mitad, la capilla llena de gente. A su interior, le entraba el poniente del sol por sus ventanas y, de una forma extraña, iluminaba el ataúd de aquel cuerpo que era velado en ese momento.
Al terminar el recorrido, nos quedamos parados en el centro del lugar mirando hacia la capilla, y en mi mente hice una oración pidiendo el descanso de aquellos difuntos y almas en pena que allí habitaban. Le pedí a mis amigos que nos fuéramos, pues lo que habíamos vivido, era suficiente a pesar del corto tiempo.

Al salir, miré hacia el lado derecho y vi una lápida donde se le recordaba a la familia del fallecido que el tiempo del alquiler había caducado y debían que hacer acto de presencia para realizar la extracción de restos. De lo contrario, el cementerio dispondría de estos para sus propios fines.

Por un minuto pensé: “Es increíble ver como muchos lloran y se lamentan la pérdida de sus seres, pero al pasar del tiempo los olvidan y los dejan a un lado dejando que pase con ellos cualquier cosa”.
Solo me persigné y salí con un malestar en mi estómago, reflexionando y dándome cuenta de lo que tengo, queriendo decirle a todos mis seres queridos que los amo y no los quiero perder.

Salimos del cementerio con voces mudas. Al montarnos al carro, una energía pesada nos acompañaba, todos estábamos consternados y desanimados. Emprendimos de nuevo el camino hacia mi casa. Comentarios de desconsuelo e impresión fueron los protagonistas de la conversación que sostuvimos durante el recorrido hasta llegar a nuestro punto de partida. El cementerio había quedado atrás en nuestras vidas pero adelante en la vida de miles de personas que diariamente viven el destino último de la existencia: la muerte.

El juego de la codicia


Cuando el narcotráfico no es una realidad ajena

Juan Fernando Toro y María Eugenia Gaviria, son dos personas comunes y corrientes, de clase media alta. Sus vidas fueron “normales” y acordes a los valores y parámetros sociales, hasta que tomaron una decisión que cambiaría sus vidas para siempre. María Eugenia, cuenta su experiencia, 24 años después.

Nací el 2 de marzo de 1959. Fui criada en una familia muy católica, con unos valores claros de honestidad, respeto, rectitud, entre otros. Mi casa quedaba en Laureles, uno de los mejores barrios del momento y mi familia siempre me proporcionó una vida cómoda, por así decirlo.

Yo estudié diseño industrial en la UPB. Por lo tanto, siempre fui muy sensible y apasionada por el arte. Esa pasión, fue quizá lo que me llevó a tomar ciertas decisiones un poco alocadas en mi vida, salidas de mis propios límites. Allí, en la Universidad, conocí a Juan Fernando, quien siempre fue, ha sido y será mi mejor amigo y confidente.

Tanto él como yo compartíamos un sueño: graduarnos e irnos del país a estudiar inglés y diseño en computadores. Pero era un sueño difícil de realizar porque no contábamos con el dinero suficiente ni los medios para hacerlo. Nos graduamos, pasaron dos años y los dos estábamos sin trabajo, aburridos, con ganas de hacer algo diferente.

Fue entonces cuando nos llegó la propuesta…algo que nunca nos habríamos imaginado que haríamos. Creo que a nadie, que ha vivido en un mundo con comodidades y abstente de situaciones hostiles, se le puede llegar a pasar por la cabeza que una oferta como la que nos presentaron, se hiciese atractiva ante nuestros ojos.
Pero, de hecho, lo más impredecible es, en ocasiones, lo más factible. Así que no lo pensamos mucho y aceptamos. Nos iríamos a Nueva York, la capital del mundo, con la visa asegurada, 2 mil dólares mensuales, apartamento amoblado y carro. Aunque suene muy atractivo, ese viaje tenía su precio: Nuestra misión sería guardar cocaína en el apartamento donde viviríamos y transportarla a los compradores, para luego llevar el dinero a los distribuidores.

El contacto con esa “organización” criminal, nos lo hizo el esposo de mi hermana menor, Sergio López. La tía de Sergio, Sofía Álvarez, estaba casada con el narcotraficante a cargo, que se llamaba Hernán Galeano. Ellos eran una organización pequeña, conformada por el mencionado Hernán Galeano, Hernando Paniagua y Ella, Sofía. Su labor era comprar droga en Miami y distribuirla, venderla en Nueva York.
Cuando aceptamos la propuesta, nuestros objetivos y metas eran estudiar costase lo que costase y conocer. Era nuestro sueño hecho realidad a un alto costo; un maquiavélico costo donde, para nosotros, el fin justificaba los medios.

La visa la aprobaron inmediatamente. Nos habían dado documentos falsos, declaraciones de renta falsas, informes de contabilidad, certificados laborales. Incluso, a Juan Fernando le dieron una libreta militar falsificada porque él no la había sacado. Los “narcos “contaban con infiltrados en el DAS, en empresas, en todas partes. Por eso nos dieron esa visa tan rápido.

Era 1985 y emprendimos nuestro viaje. Mi convicción radical del propósito académico que estaba persiguiendo, me ayudaba a disimular un sentimiento de culpa y de miedo que había en mi interior. Pero Juan Fernando, no podía hacerse a sí mismo ese trabajo mental tan fácilmente como lo hacía yo. En él, eran más evidentes todas las emociones que trae medírsele a semejante labor.

Nuestro apartamento quedaba en Queens, un barrio de New York. Allí guardábamos los kilos de coca en un baúl con un candado que tenía una clave especial (la clave en un principio fue secreta, luego me la confiaron a mí). En ese baúl cabían aproximadamente unos 50 kilos, es decir, 50 paquetes, cada uno de 1 kilo. Cada paquetico tenía el valor de 25 mil dólares (unos 50 millones de pesos) y en cada entrega, eran mínimo unos 4 kilos, o sea, unos 100 mil dólares (unos 200 millones de pesos en efectivo) que debíamos llevar a Hernán Galeano, y yo los cargaba en mi bolso.

Cuando llegaba la coca de Miami, ellos no la dejaban en el baúl de un carro que parqueaban en un supermercado. Nuestra labor, era ir a mercar, luego ir con las bolsas del mercado (que eran de papel) con los alimentos a ese carro, abrir el baúl donde estaban los 50 paquetes de cocaína, sacar el mercado de las bolsas, meter la cocaína, cubrirla luego con el mismo mercado encima e irnos a nuestra casa a guardarlo. Luego volvía a empezar el ciclo de repartir los paquetes, recibir la plata y llevarla a Hernán Galeano y Hernando Paniagua.

La única condición que pusimos para irnos, era que nos permitirían estudiar. Pero estando allá, ya no querían cumplirnos. Entonces yo me enfurecí y los puse en su lugar, siempre luché por eso, pues en realidad era el propósito del viaje. Así que nos turnábamos para estudiar porque el apartamento no se podía quedar sólo con toda esa droga allí. Un día estudiaba Juan Fernando por la noche y al otro día estudiaba yo. Estábamos matriculados en “Visual Art School”, en el curso de diseño en computadores y en el “Queens College”, en un curso de inglés. Nos dedicamos, además, a visitar todos los museos, a viajar y a ahorrar dinero.

Era un ambiente muy duro, muy pesado, de mentiras, de ambiciones, de miedo, donde nada está seguro, ni la propia vida. Yo era más tranquila, más organizada y “lanzada”, pero Juan Fernando estaba, como se dice vulgarmente, “paniquiado”. Estaba muy perturbado, un día me hizo pasar un gran susto porque tomó un revolver y me dijo que se iba a suicidar, que ya no podía más.

Vivimos muchas situaciones adversas. En otra ocasión, cuando estábamos bajando los paquetes de mercado con la “coca” adentro, pasó una patrulla de policía con unos perros en su interior. Esa escena fue como de película, pasaron lento, junto a nosotros, fue como si el tiempo se hubiese detenido, todo nos temblaba y tuvimos que actuar lo más normal posible.

Como yo era más tranquila y más segura, Hernando y Hernán me tenían mucho respeto, pero a Juan Fernando no. En una ocasión lo iban a matar, todo porque uno de los clientes a los que ellos le vendían la droga, dijo que él se había robado una plata y que lo iba a mandar a “quebrar”. Obviamente todo era una mentira y luego se aclararon las cosas.

Otro problema es que nuestros “jefes” eran “el crimen desorganizado”, no organizado, como suele decírsele. Nunca planeaban nada, una vez me dejaron parada dos horas en una esquina con 80 mil dólares en el bolso, expuesta a cualquier cosa. No tenían un norte, lo único, es que eran unos personajes muy hábiles, muy suspicaces.

En medio de esas situaciones de encierro, de lejanía, de soledad, entre Juan Fernando y yo nació una relación que sobrepasó la simple amistad. Yo quedé en embarazo y, por lo tanto, nos casamos. Pero a los 5 meses de gestación, perdí mi bebé. Ese evento, fue otro dolor que se le sumó a nuestro estado de desesperación.
Y faltaba lo peor. Nos volvimos consumidores de la misma droga que estábamos guardando. A mí me dijeron la clave del candado que cerraba el baúl con la cocaína, ellos abrieron un paquete para repartirlo en pequeñas bolsitas y venderlo por pequeñas dosis. Entonces Juan y yo empezamos a robarnos unos “pases”, con la escusa interna de que serían solo unos pocos. Pero con el tiempo queríamos más y más, sobre todo yo. Hasta que un día Hernán nos descubrió y se alteró en extremo. Desde entonces no lo volvimos a hacer. Empezamos a tomar conciencia de que estábamos tocando fondo.

Fueron en total dos años viviendo de esa droga, de ese negocio turbio. Para entonces, ya habíamos terminado nuestros estudios, teníamos dinero ahorrado y estábamos muy saturados de ese “bajo mundo” tan difícil, de tanta presión y maltrato sicológico. Así que le comunicamos a nuestros “jefes” que no íbamos a trabajar más con ellos. Nos fuimos a viajar por Estados Unidos y a conocer lo que nos hacía falta de Nueva York, para regresarnos luego a Colombia. Con el tiempo, nos dimos cuenta de que, los narcotraficantes, nos habían estado siguiendo para verificar que no los fuéramos a traicionar, que no siguiéramos con el negocio.
Finalizamos nuestro ciclo y retornamos a la tierra, a nuestro país. Cuando llegamos teníamos dinero ahorrado y decidimos montar una empresa de lo que habíamos aprendido en New York: Diseño en computadores. Se llamaba EDILASER. Al cabo de los años, esa empresa se quebró y ninguno de los dos volvimos a ejercer el diseño en los trabajos que logramos conseguir a través de la vida.

Esa experiencia, dejó muchas cicatrices y marcas en nuestro camino. Todo lo que conseguimos con ese dinero, todo lo perdimos: la empresa, nuestra carrera, todo. Llegó muy fácil y muy rápido y así mismo se fue. Ahora, después de 24 años, estamos prácticamente en la situación que estábamos antes de irnos a EEUU, sin un trabajo estable… nos tocó volver a empezar.

Nosotros sobrevivimos por sumisos, por no ambicionar demasiado, porque quién desea ganar más y más y sacar el mayor provecho del narcotráfico, siempre termina asesinado. Digamos que fuimos una especie de “pequeñas fichas” en aquel juego de la codicia, donde, hasta el menos esperado, puede terminar sumergido.

"El Muro", Un lugar para los retos


Es una escuela, ubicada en el barrio Laureles de Medellín, donde enseñan escalada deportiva de una manera profesional en un espacio muy bien adecuado para la actividad. Prestan varios servicios para públicos desde los niños hasta los adultos.

El Muro, pretende entrenar a quienes estén dispuestos a compartir la pasión de escalar. Por eso es una escuela, porque requiere responsabilidad para el aprendizaje y dedicación. Pero también es un espacio abierto al público que supone una forma atractiva de entretenimiento.

Escalar es un deporte difícil. Eso se puede comprobar al comenzar a subir los muros con las condiciones espaciales para entrenarse en la escalada. La primera vez que cualquier persona inicie la aventura de subirse a uno de ellos, notará que no es cualquier cosa. Requiere de fuerza muscular en las manos y pies, de estrategia y mucha concentración.

Una experiencia extrema
Jerson, uno de los profesores de “El Muro”, da ciertas explicaciones a los visitantes que quieren tener un primer contacto con este deporte extremo. Y es extremo porque está lleno de retos y obstáculos que se notan desde el muro más sencillo hasta el más complejo de escalar.

Los principiantes comienzan escalando un muro completamente vertical o placa que es el más “sencillo”. Aunque quien escale por primera vez, podrá corroborar que eso de sencillo es muy relativo pues no deja de tener un amplio grado de dificultad. En esa primera ocasión es muy poco probable escalar la totalidad de aquel reto.

Los que están en un rango más avanzado, escalan un muro más complejo con inclinaciones; esos se llaman extraplomo y describen diversas formas que toman las paredes (hacen pirámides de madera, “barrigas”). También están los techos, que son completamente verticales al piso. Aquellos muros, simulan las características y obstáculos de una roca o montaña verdadera, donde los escaladores profesionales y experimentados crean rutas para escalar. Pero todo el entrenamiento, antes de ir a lugares como los mencionados, debe ser en una escuela especializada en la actividad descrita.

La escuela de escalada, es una oportunidad para adultos, jóvenes y niños que quieran realizar una actividad diferente, recreativa como una nueva alternativa para escaparse de la cotidianidad. Además, es un deporte lleno de retos personales y logros por alcanzar en cada paso donde se consigue avanzar.

“Lo humano detrás de la vida nocturna”


Teniendo en cuenta que los clubes nocturnos y clubes de strippers se han popularizado en Medellín, específicamente en el Centro, surge la idea de realizar una investigación para tener un acercamiento a las formas de vida, pensamientos y puntos de vista de las mujeres que tienen que vender su cuerpo, para encontrar el solvento económico, sacar a su familia adelante y desarrollar su vida en sociedad.
Las personas tienden a estigmatizar este tipo de conductas, a juzgar y a tildar a las trabajadoras sexuales como diferentes. Esto hace que las mujeres pierdan su identidad social, es decir, la forma de identificarse y de actuar en la sociedad. Por esta razón, se hizo fundamental, conocer los comportamientos y sentimientos de dichas mujeres más allá de su trabajo (motivo real de la estigmatización).

Con la realización de este trabajo, se pretende entonces, dar a conocer los roles alternos y las facetas no conocidas de las mujeres, que aparte de trabajar en la noche, son madres, hijas, esposas, amigas, novias, entre otras. Para la investigación, se tendrán en cuenta los testimonios presentados por tres trabajadoras sexuales de “Las Conejitas Grill Club” ubicado en el centro de la ciudad, diagonal al parque del Museo de Antioquia.

Dentro de la investigación de “la dualidad de las mujeres de los clubes nocturnos y los clubes de strippers” se propuso indagar sobre el entorno familiar, los sentimientos, las verdades, el trabajo y la percepción que toda una sociedad tiene sobre las mujeres que allí trabajan.

Como dice Anna Freixas en su texto “las prostitutas constituyen un grupo que padece una extrema estigmatización”. El estigma, según Goffman, es una marca o serial impuesta socialmente sobre las personas que sufren algún tipo de discriminación; es un atributo profundamente desacreditador que se le da a ciertas personas (homosexuales, pobres, discapacitados) en este caso, a las prostitutas.

Ese estigma (valga la redundancia) es un aspecto que influye fuertemente en la vida personal de las mujeres que se desempeñan en el negocio sexual. Por lo tanto, para comenzar a indagar sobre la incidencia de ese estigma en el estilo de vida de las trabajadoras sexuales, se hizo necesario ir a su lugar de trabajo para tener un primer acercamiento a ellas en su vida laboral (más adelante se especificará la entrada al entorno familiar de una de ellas).

El lugar

“Las Conejitas” es un bar adecuado para la danza erótica en el centro de la ciudad de Medellín. Las mujeres que trabajan allí, bailan en el escenario, se quitan su ropa ante los clientes del bar (generalmente hombres) y, si los clientes desean, le pueden pagar un “ratico”, a las mujeres que se quitan la ropa, donde tienen sexo con ellas. El “ratico” tiene una duración de media hora, los clientes deben cancelarle a las mujeres 50 mil pesos, de los cuales les quedan 40 mil libres (a ellas) porque la pieza (que quedan en la parte de arriba del bar) tiene el valor de 10 mil pesos y ellas se los tienen que pagar al administrador del bar.

Yarley, es una de las mujeres que trabajan allí, ella cuenta que en una noche buena pueden atender hasta a 6 hombres, por lo tanto ganan 240 mil esos días (generalmente son los fines de semana). Cuenta que en “Las Conejitas”, no les piden pruebas de salud, no les exigen horas de trabajo, lo único que les piden es la cédula. Su situación familiar ha sido inestable. Su mamá padece de Ludopatía (adicción al juego) y abandonó mucho su hogar por el juego. Su papá nunca la reconoció. Ahora tiene 3 hijos, uno de 16 años, uno de 9 y otro de 6. Vive sola con ellos en Villatina. Su hijo mayor sabe lo que ella hace y su mamá también, los dos lo aceptan. Tiene tres novios, los tres saben lo que ella hace y le ponen problema por eso. Todo lo anterior revela una inestabilidad afectiva muy alta.

Wendy Yuliet “La diabla”, es otra trabajadora sexual de “Las Conejitas”. Aunque no se presentó la oportunidad de visitar su hogar, comentó sus situaciones cotidianas. Tiene dos hijos de 3 y 5 años, los dos de diferentes padres. No quiso hablar de su intimidad familiar, afirmo: “yo no voy a hablar de esa perra de mi mamá”. Comenzó como trabajadora sexual por dinero dijo: “yo nací pobre pero pobre no me voy a morir”, afirma que se gana más de dos millones de pesos al mes. Dice que tal vez estudiaría pero que lo ve muy difícil. Dice que ella ya ni sabe qué personalidad tiene porque siempre actúa como los clientes requieran, “si me dicen que esté feliz, estoy feliz; si me piden que sea agresiva, soy agresiva”.

Estrella, también trabaja en “Las Conejitas”. Sus respuestas eran monosílabos (sí, no, de pronto…) por lo que se notaba una actitud algo reprimida e incómoda. Dice que no ha tenido malas experiencias en su trabajo con los clientes, que se conseguiría otro trabajo si pudiese, que también le trabaja a las mujeres y tiene una relación con una mujer, pues dijo: “las mujeres son más tiernas y estoy cansada de hacer todo lo que los hombres quieran, de fingir”.

“La Zarca”, fue otra trabajadora de “Las Conejitas” entrevistada. Ella dice que tiene cuatro hijos, se los cuida su mamá. Al papá lo mataron cuando ella era pequeña, a la mamá le tocó prostituirse para criar a sus 6 hermanos. Dice que le va muy bien en ese trabajo y que tiene un novio pero se mantiene bravo con ella por su trabajo.

Todas las historias familiares anteriores, revelan una situación común entre las trabajadoras sexuales del bar investigado: vidas afectivas y familiares inestables. Lo que remonta al texto de Anna Freizas, que dice que la prostitución se debe a tres factores: la falta de formación, la pobreza de la familia de origen y la ruptura de un proyecto inicial de tipo familiar básico; esas situaciones se pueden conjugar de diversas maneras para establecerlas en una posición débil en el mercado laboral y afectivo. José Gregorio, también comenta algunos determinantes que llevan a la prostitución:
1. Puede tener el nivel educativo bajo o nulo.
2. Puede tener su nivel socioeconómico medio o bajo totalmente.
3. Su familia de origen puede ser desintegrada o inestable.
4. Pudieron ser víctimas de abuso sexual.
5. Puede que se hayan marchado de la casa muy jóvenes y haber buscado un futuro con un hombre que no les ofrecía una estabilidad .
6. Simplemente lo hace por vengar consciente o inconscientemente todas sus frustraciones.

Pero esas situaciones cotidianas de aquellas mujeres, también llevan a otro tipo de conclusión, que el testimonio de José Gregorio ayuda a visualizar: “Ellas tienen ritmos de vida cotidianos; de estar organizadas, despachar los niños al colegio, de preparar la comida, antes de irse a lo que es la vida laboral. Eso muestra que hay un sentido humano detrás de cada uno de estos personajes. Tienen sus celebraciones de navidad, año nuevo, halloween. Ellas también tienen sus restricciones; desde lo religioso, por ejemplo, en Semana Santa, no se labora”.

Todos esos “vacíos” en la parte emocional, que tienen origen en sus hogares, hacen que, las trabajadoras sexuales, presenten dificultades para crear vínculos con personas ajenas a su trabajo, especialmente, en las relaciones de pareja, debido a que, esas parejas sentimentales, difícilmente son capaces de superar el estigma del trabajo sexual. Por eso, tienden a tener varias parejas (como Yarley) o a optar por otras opciones sexuales (como Estrella).

La “vida fácil”

Uno de los estigmas que la sociedad le atribuye a estas mujeres y a este tipo de trabajo, es que optan por la “vida fácil”. Esto lo corrobora el testimonio de Ofelia cano Suárez, una mujer de “buena casta” y de unos 64 años. Ella tiene un pensamiento conservador al respecto de la prostitución y dice que es la vida más indigna, más baja, todo porque las mujeres buscan dinero. Dice que optan por buscar el “dinero fácil”. Pero según Gregorio pasa todo lo contrario:

“Es una vida muy pesada por la carga emocional que conlleva, por el consumo de licor y de otras sustancias en algunas ocasiones. Eso genera una tendencia hacia lo depresivo, hacia la baja autoestima. En general todos aquellos individuos que viven de la noche, que se reúnen en ella y viven de ella, son estigmatizados, esto viene a partir del puritanismo, de mentalidades ultraconservadoras. Entonces, todos aquellos personajes que ocupan esos espacios son marcados como villanos, algunos dicen que son oficios facilistas que van en contra de los parámetros de la sociedad y la cultura, cuando en realidad es todo lo contrario”.

Además, no es una labor que vaya en contra de los parámetros de las sociedades urbanas porque la prostitución es una actividad necesaria para el esparcimiento de los mismos ciudadanos. Cómo dice José Gregorio: “Las grandes ciudades se introyectan en la noche precisamente para poder brindarle al ciudadano sus espacios de ocio, sus espacios para el descanso, para el disfrute, como válvulas de escape. O sea, siempre hemos encontrado que las culturas, desde que se fundan las primeras ciudades, han dejado para la noche el espacio de la socialización, es decir, los grupos de trabajadores que salen a hablar de lo que sucedió en el día o los que se encuentran cada ocho días para tener un reconocimiento como grupo.

Ese aprovechamiento máximo de la noche, en consecuencia, ha sido parte fundamental de lo que implica el ser en la ciudad, o sea, el “ser urbano”, el hombre en la ciudad. Los centros de las ciudades, tienen en la noche, su espacio vital, lo que quiere decir que la ciudad palpita, la ciudad vive la noche. Cuando una ciudad se cierra en la noche, cuando se pierde ese espacio, el ciudadano también pierde los espacios para el disfrute, para el goce, y por ende vamos a tener una sociedad “enferma”, al no poder desfogar todo ese cúmulo de energía y eso desemboca en una ciudad más caótica, más reprimida en todos los sentidos”.

Por consiguiente es una actividad necesaria que siempre ha existido y siempre existirá. Lo importante, entonces, es propiciar un mejor acompañamiento a este tipo de labores por parte del Estado, por ejemplo. Ese pensamiento, se fundamenta en el testimonio de un abogado penalista (que por razones personales no quiso decir su nombre): “No me parece que sea una vida fácil, es una vida supremamente difícil, que debería tener más protección y servicio porque es una trabajo que no van a erradicar ni ahora, ni nunca. Es una profesión muy necesaria como actividad, incluso económica, de las personas que se dedican a ella. Es de una u otra manera, lo que se diría desde la psicología, una “parafilia”. Las parafilias, determinan ese tipo de desviación sexual, ese tipo de comportamientos, que se aparta de los lineamientos determinados por la sociedad. Considero que el gobierno debe acompañar y dar más protección en cuanto a enfermedades, control y demás porque esos aspectos se convierten en un riesgo para la comunidad y para las personas que utilizan el servicio y quienes prestan el servicio. Los sujetos que participan en estas actividades, generalmente son de bajos recursos y por lo tanto, se enferman y siguen trabajando logrando contaminar a una gran parte de la población teniendo una muerte delictiva y sin ningún tipo de acompañamiento del Estado, ni tratamiento, ni hospitalización, ni calidad de vida”.

El abogado, también comenta que la prostitución en sí no es delito, que lo sancionable es la explotación que hacen terceros de esas mujeres. En el texto de José Gregorio “Un acercamiento a la prostitución”, se hace referencia al aspecto mencionado: “La prostitución, según el artículo 179 del Código Nacional de Policía, no es punible por sí mismo. Y el Código de Policía de Antioquia en su artículo 38 dice que la prostitución no constituye contravención, esto quiere decir que a la prostituta como tal no se le puede encarcelar por ejercer este oficio, pero si a quien la empuje a realizarlo. Se tiene en cuenta que solamente pueden ejercer la prostitución aquellas personas que siendo adultas tomen la determinación de hacerlo ante la imposibilidad de encontrar otras formas de laborar”.


Vida personal V.S vida laboral

“Cuando hay una discrepancia entre lo que los demás piensa de ellas y la realidad de lo que ellas son, esa diferencia daña su identidad social; las aísla de la sociedad y de sí mismas, de modo que pasa a ser una persona desacreditada frente a un mundo que no las acepta”
Estigma,E.Goffman.

La frase anterior, hace alusión a uno de los temas más importantes de esta investigación, el conflicto que viven estas mujeres al enfrentarse a un mundo que, en su mayoría, las segrega.

Ellas logran minimizar un poco ese estigma como lo plantea Anna Freixas en su artículo: “Las mujeres destacan los aspectos positivos de la prostitución: la independencia, la autonomía personal y económica que el oficio proporciona, y lo presentan como un trabajo que requiere profesionalización y la capacidad de saber separar la identidad laboral y la identidad personal, con el fin de superar, en cierto modo, el estigma”.

Y eso se aplica al caso de las mujeres de “Las Conejitas” porque, según las respuestas de ellas mismas, Logra hacerse una separación de lo que es el trabajo y la vida familiar, ellas asumen esos dos roles, es difícil, pero en eso radica la profesionalidad. Asumen su rol como actrices y artistas, dicen ellas.

Otro aspecto importante para tener en cuenta está consignado en el texto “Un acercamiento a las prostitutas”: Hoy día existe la expresión de que la profesión femenina más antigua del mundo es la prostitución. Sin embargo ello entra totalmente en contradicción con la arqueología y los mitos legados en todas las culturas. Ya que las más arcaicas obras de arte de humanos, nos muestra exclusivamente a mujeres ejerciendo las más nobles profesiones. Y los más arcaicos mitos, adjudican a las Diosas el invento de innumerables oficios. Con el tiempo el varón, en su deseo de subordinar aún más a la mujer, terminó reprobando la única función de la que el no podía apropiarse y sí beneficiarse.

La prostitución, por ende, tiene que ser vista como un resultado de las actitudes de toda una sociedad, no de un grupo de personas que lucha por sobrevivir y establecerse en la sociedad para mantenerse a ellas mismas o a una familia con necesidades similares y a veces con más exigencias”.


Conclusión

La prostitución, como dice Anna Freixas, es una actividad a la que las mujeres recurren para solucionar problemas como carencias económicas, problemas de trabajo, rechazo familiar o soledad. Desde ese punto de vista, es vivida más como un recurso multifuncional que como un problema en sí misma. Las trabajadoras sexuales separan su trabajo de sus situaciones cotidianas, para poder convivir más tranquilas dentro de una sociedad que estigmatiza fuertemente su labor, haciendo que, en ocasiones, ellas mismas se sientan marginadas y desvinculadas con su identidad.
Ahora, son seres humanos los que trabajan en esos lugares, son seres comunes y corrientes que desarrollan una labor nocturna. Tienen trastocado todo el tema de la cotidianidad, como lo manejan el resto de las personas que realizan otro tipo de trabajos. Pero, poniéndolas al lado de los otros, no habría forma de diferenciarlas. La misma sociedad es la que pone ese tipo de marcas y de estigmatizaciones a partir de una mirada moralista, segregacionista.

Lo que siempre se ha pedido ante la sociedad, son ciertos criterios de respeto hacia este tipo de trabajos que, aunque no permitan la dignificación del individuo, son opciones muy respetables y tampoco se está atentando contra la integridad física de la persona. Se trata de que la sociedad reconozca que, si no ha podido generar los espacios dignos de trabajo, entonces que deje trabajar.









Espacio del libertador


Si los árboles, la fuente, la estatua ecuestre de Simón Bolívar y la Basílica Metropolitana pudieran hablar, revelarían todos los secretos de la ciudad y sus habitantes. Este parque, presente en el paisaje urbano desde 1892, todavía tiene oídos para quien lo visite.
“Pueblito de mis cuitas, de casas pequeñitas,
por tus calles tranquilas corrió mi juventud;
por ti aprendí a querer, por la primera vez
y nunca me enseñaste lo que es la ingratitud”.

Esta canción me acompaña mientras paseo mis ojos por este parque en el que no solo corren sujetos o palomas sino recuerdos, memorias de ciudad, añoranzas y sueños transmitidos de generación en generación.

Y lo digo con certeza porque mi madre, una increíble mujer antioqueña, vivió en un edificio contiguo al lugar. Todos los viernes por la noche, ella y mi tío solían tocar guitarra y cantar las canciones que junto con un par de aguardientes ayudaron a criarme entre serenatas y alegrías.

Todos esos recuerdos me llegan a la mente cuando pongo mi pie sobre este lugar algo estigmatizado por su supuesta inseguridad. Pero a mí me parece un rincón del centro muy cultural, histórico y representativo, empezando por el monumento arquitectónico tan especial que allí reside: la Basílica Metropolitana. Mientras habito por unas horas este especio citadino, oigo la popular canción colombiana “Pueblito Viejo” y mi sentido de la visión se anula porque solo puedo ver mis memorias, las memorias de mis ancestros, no veo el parque. Una sensación de melancolía me invade y no puedo evitar contener unas lágrimas que trato de disimular con un bostezo.

Mareas de sentimientos revolucionan mi cuerpo y comienzo a recordar mis mejores años, cuando mi madre me despertaba cada mañana con un dulce beso, cuando me cocinaba sus especialidades y me regañaba con tanto amor. Esta zona pública de Medellín me evoca el olor, la presencia y la mirada del ser que más he amado en el mundo, mi mamá, quien hace seis meses dejó su cuerpo en esta tierra y voló con su alma a un lugar mejor.

“Hoy que vuelvo a tus lares trayendo mis cantares
y con el alma enferma de tanto padecer
quiero pueblito viejo morirme aquí, en tu suelo,
bajo la luz del cielo que un día me vio nacer”.

Ahora tengo la piel como de gallina, parece ser que el parque está narrando, por medio de la música, lo que me está sucediendo, la remembranza de la que estoy siendo protagonista. Y me siento triste pero feliz por tener en mi ciudad un lugar tan especial y lleno de espíritu.

Puedo decir que el Parque Bolívar es camaleónico, su espacio siempre está cambiando y tal vez por esto, tantas personas lo toman como punto de encuentro. En el lugar mencionado, se pueden encontrar personajes de todo tipo; desde los niños, que piden un helado a sus padres, hasta los ancianos que alimentan las palomas. También se hacen notar aquellos que van al parque a fumar algo más que nicotina regular y los que van a la Basílica a rezar por los primeros. Los que simplemente pasan, los que trabajan allí. Unos con gusto, otros con miedo. Al final del día o de la vida pocos se quedan sin visitar el Parque Bolívar.

Algunos lo visitan en la madrugada, cuando hay más palomas que gente. Aquellos que más se repiten en el paisaje son los tinteros que se acomodan desde temprano allí, listos para calentar la garganta de cualquiera que lo necesite. No hay mucha actividad a simple vista, pero puedo apreciar mejor la majestuosidad del lugar a tempranas horas del día.

Ante tanto elemento que conforma el parque, se destaca, más que todo, su plazoleta desorganizada. Esta consiste en un laberinto de zonas verdes y corredores que se parten en el centro por la estatua de Simón Bolívar y van a terminar en el comienzo de una fuente luminosa que, a horas de la madrugada, nada de luminosa tiene. Alguien de espacio público la limpia con cuidado y se detiene un momento para observar la Basílica. Parece haberlo atrapado y trasladado a otra época como me sucedió a mí oyendo las melodías del “pueblito de mis cuitas”.

Por fin entro a la Basílica y siento más marcado el ambiente de antaño que se respira en el Parque. Tal vez lo que se inhala en la magnífica construcción, salga directamente del barro cocido y calicanto que la componen y que tardaron 41 años en tomar su forma definitiva. Pensamientos instantáneos surgen en mi cabeza como ¿Cuántas personas se habrán sentado en las bancas de este monumento y qué habrán pedido en sus oraciones? Inevitablemente, algo del pasado emerge de nuevo y me deja un profundo sentimiento de pertenencia a esta ciudad. Al salir, el camaleónico Parque Bolívar ya cambió de nuevo.

Con el paso de las horas, también se dio un paso de la soledad a la multitud de personas. A los de siempre, hoy les toca lo de cada mes: una nube de puestos artesanales, plantas y artículos de jardín, bailarines buscando atención y dinero, máquinas para hacer guarapo, la presencia de los ‘tombos’, visitantes y limosneros. El ‘Sanalejo’ se apropia de todo el lugar.

El lugar que cobra vida
En una esquina, se pueden apreciar dos muñequitas bailando que nada tienen que envidiarle a Shakira. Su dueño las domina, las regresa a su destino, cuando se salen de su pista o les arregla la cuerda cuando se enredan. Además, recibe dinero de unas jóvenes que, mientras ríen, buscan con los ojos otro espectáculo humano o artesanal para pasar el rato.

Ahora sí parece un lugar que, bajo la bandera de libertad de Simón Bolívar, es de todos y para todos. Alrededor de su estatua, que llegó a la ciudad en 1923, los artesanos buscan concretar una venta, almuerzan, fuman o duermen. Todos tienen entrada libre al Parque que se convierte en laberinto. Curiosamente las palomas, que por la madrugada abundaban, parecen haberse evaporado.
El sol, poco a poco, sigue los pasos de las palomas y da paso a la oscuridad. Y es cuando la primera y más representativa estrofa de la canción que deleita mis oídos, cobra vida:

“Lunita consentida colgada del cielo
como un farolito que puso mi Dios,
para que alumbrara las noches calladas
de este pueblo viejo de mi corazón”.

Muchos dicen que lo oscuro va de la mano con lo peligroso. Más en el centro, más en el Parque Bolívar. De nuevo la cara del lugar cambia. Sucede entonces lo del dicho popular: “el que busca encuentra y encuentra maluco”. Si se sabe dónde mirar y los ojos atraviesan la oscuridad, se podrá ver indigencia, contaminación, prostitución… Decir que este espacio de ciudad es para todos, no excluye a los agentes de la noche, aquellos personajes maravillosos y temibles que alimentan la vida nocturna de Medellín. Este parque, con el monumento al libertador, le da libertad y espacio a algunas poblaciones de la sociedad que son juzgadas, como por ejemplo los travestis, los homosexuales, las prostitutas.

Para mí, son personajes increíbles y necesarios en esta Área Metropolitana y en el mundo; ayudan a que las personas descarguen el peso agobiante de la cotidianidad y encuentren lugares para desatar las pasiones que el cuerpo humano pide, así como pide alimentación. Mientras no se cometa nada contra la dignidad del ser humano, opino que estos oficios nocturnos que ejercen ciertos ciudadanos, no tienen nada de malo, antes son positivos (por algo la prostitución es una de las profesiones más viejas de la humanidad).

Sin embargo, pienso que la cara más amable del sitio es, en definitiva, la del día. Cuando están los viejos, que parecen estatuas, sentados siempre en el mismo lugar; cuando los árboles, que le ganan en edad a los ancianos, pueden proveerles la sombra para que reflexionen, fumen con tranquilidad. En sus rostros veo que tal vez, en silencio y sin saberlo, estén repitiendo la melodía que toca el suelo y el aire de este mágico lugar:
“(…) Quiero pueblito viejo morirme aquí en tu suelo, bajo la luz del cielo que un día me vio nacer”.

Toda una vida por el arte


Una brillante mujer ilumina los escenarios de la ópera en Medellín

Gisela Zivic, cantante lírica de ópera, opereta y zarzuela, cuenta cómo el arte ha sido su inspiración y su vida desde que era una niña. Hoy, es la imagen de la Fundación Prolírica de Antioquia, una empresa que lucha por sacar lo mejor del arte y la cultura en una ciudad tan difícil en ese aspecto, como lo es Medellín.
Por: Marcela Arango Aguirre

Encontrarme de frente con Gisela Zivic, fue encontrarme de frente con su mundo, con el arte y la música en todo su esplendor. Era una mañana tranquila en la EPA (Escuela Popular de Antioquia) ella estaba en un ensayo para la Gran Gala Lírica que celebra los 15 años de la Fundación Prolírica en Antioquia. También estaban presentes la Orquesta Filarmónica de Medellín y los demás actores de canto lírico que iban a participar en el evento. La combinación de la música en vivo y las potentes y hermosas voces de los cantantes, hacían del lugar una especie de paraíso donde las sensaciones brotaban del corazón e incluso del alma.

Cuando llegué, Gisela estaba sentada en los asientos del auditorio que corresponden al público. Todo el mundo se le acercaba a saludarla. Estaba de espectadora mientras esperaba su turno en el ensayo. Y sucedió, llegó su momento. Se puso de pie y se dirigió hacia el escenario. Con mucha seguridad y sentimiento interpretó su personaje, se dejó llevar por la situación y salió de su garganta esa milagrosa voz que pone los pelos de punta. La acompañaba otro cantante y la melodía maravillosa de la Orquesta Filarmónica. El ambiente era celestial.

Así es la señorita Zivic, un mar de luz, de pasión y de alegría. Es además una mujer sencilla y a la vez ‘glamourosa’. Ese día llevaba puesto un vestido de bordajes cafés, algo ‘hippie’, una mochila de Juan Valdez y unas sandalias. Su sedoso pelo dorado, ilumina un hermoso rostro con una sonrisa que contagia de felicidad al espíritu. Es una persona totalmente coherente con lo que ama; ama la música y vive de ella, vive de lo que ama.

“La música es mi vida, las otras cosas que he hecho pueden ser hobbies, o profesiones; la música es mi profesión, pero es mi profesión porque la amo y porque vivo de lo que amo. No es que me toca trabajar, o sea, para mi estar trabajando acá y cantar es como jugar, me da risa que antes gano plata, me pagan por jugar un rato” dice Gisela al respecto.

Nació en Argentina, donde su mamá era cantante de ópera del Teatro Colón de Buenos Aires. Por aquel motivo, tanto su hermana menor como ella, siempre estuvieron rodeadas de arte y música, vivían de teatro en teatro. “Desde que tengo noción, desde los cuatro años, yo sabía que quería ser cantante. Cuando fui creciendo un poquito más, a los cinco o a los seis años, yo dije “quiero ser cantante de ópera” por mi mamá, porque me apasionaba lo que ella hacía, pero sin ella decirme nada, yo le decía que quería estudiar música”.

Uno de los primeros grupos que la inspiraron fue ABBA. Desde los cinco hasta los ocho años, se aprendía todas las canciones del grupo pues su mamá les daba lecciones de canto y de inglés, ponía los discos ella misma y soñaba con tener un grupo como aquel. Desde allí empezó el sueño de la música, un sueño que más adelante se haría realidad.

¿Y cómo se alcanzan los sueños? Pues luchando por ellos, lo que convierte a Gisela en una luchadora sin ataduras, poco convencional y desprendida, franca y leal a lo que ama.

Hace varios años vive en Colombia, por lo tanto se siente tan colombiana como argentina. “Cuando voy a Argentina me siento rara, me hace falta Colombia; pero cuando vengo de Argentina acá, también me siento rara, es algo extraño. Cuando salgo a otros países me siento de los dos (Colombia y Argentina) entonces ya me dicen la “Colombo-Argentina”, y en muchos lugares creen que soy colombiana. Hacia los dos países siento un amor total y me siento tanto del uno como del otro”, comenta.

A los 16 años se vino a vivir a este país, debido a que Argentina estaba atravesando una grave crisis económica, en el año 89, y el esposo de su mamá, que es de Bolívar-Antioquia, les propuso venirse para este país. Estudió música en el Conservatorio de la universidad de Antioquia, convirtiéndose en una excelente pianista, y luego estudió Comunicación Social en la Universidad Pontificia Bolivariana. Su mamá fue su profesora de canto lírico. Gisela pensó estudiar canto pero se arrepintió pues aquí en Colombia, el canto lírico, no daba para sobrevivir, no tenía oportunidades. Por lo tanto se dedicó a cantar rock y pop, que también le encantan, y formó algunos grupos como Clímax (donde era la vocalista) que fueron reconocidos en los años 90 junto con Craken, Ekimosis, Código y Estados Alterados.

También ejerció el periodismo. Trabajó durante nueve años, aproximadamente, en El Mundo Diners, después estuvo en Estéreo Azul y luego la contactaron de CARACOL radio en Bogotá haciendo el programa de la mañana de los 40 principales cuando se inauguró la emisora en Colombia. “Yo tomaba los temas científicos, culturales, de entretenimiento pero trataba de no hacerlo tonto y de chismes, porque eso me daba mucha rabia y no va conmigo. Por eso me tenían más respeto y ya entendían qué era la parte cultural” afirmó. Trabajó también en algunos programas de televisión, ejerciendo periodismo musical.

A la vez, realizaba pequeños papeles y cantaba en el coro de la Fundación Prolírica de Antioquia, que fue creada en 1994 por su mamá y el esposo de ella, pero no se dedicaba de lleno a eso. En el 2002, renunció a CARACOL radio en Bogotá, se vino a vivir nuevamente a Medellín, se casó y decidió retomar el virtuoso rumbo del canto lírico, que es su verdadera pasión.

Actualmente está completamente dedicada a la música. “El escenario es lo máximo, aunque el canto lírico es una carrera muy estresante. Uno tiene que sacrificar muchas cosas, pero yo soy una soprano un poco atípica porque soy más loca, vengo del pop y del rock, de la comunicación, es decir, estoy empapada de muchas cosas y eso me hace ser una cantante de ópera más completa. También he estudiado danza, manejo muy bien el público, soy maestra de ceremonias, locutora; todo esto me da un conocimiento integral, eso es muy chévere”, dice.

Es la Directora Ejecutiva de su empresa familiar Prolírica, que durante 15 años ha luchado por sacar adelante el arte en la difícil ciudad de Medellín. Y es difícil porque, como ella misma reconoce y denuncia, esta es una ciudad con enormes falencias en lo cultural. Una de ellas es la falta de público y la falta de teatros propicios para la ópera.

“Hemos venido, durante 15 años, haciendo público. Ese es un trabajo complejo que porque el público de esta ciudad es muy difícil; pero puedo decir que ahora la gente está más receptiva, ya conocen y saben qué es Prolírica, ya tenemos un público instaurado. Además, ahora vienen jóvenes porque ven que la fundación está llena de ellos; el coro que tenemos, de 45 personas, son casi todos estudiantes de música o de canto. También ven el ejemplo en mí, que soy la imagen de la fundación. Es decir, el público me reconoce, saben quién soy y admiran que una mujer joven y bien presentada se dedique a esto”, concreta.

En su lucha por el arte, se han visto recompensas pues afirma que no es lo mismo la situación de el canto hoy que la de hace 15 años atrás. Dice al respecto: “Hace 15 años en Medellín no había nada relacionado con el arte lírico a parte de la carrera en la Universidad de Antioquia; en cambio ahora ya hay una compañía, los estudiantes vienen, hacen pequeños papeles, otros están en el coro, o sea, hay más oportunidad”.

Además es una mujer con visión, con miras a un futuro más cultural, donde se tengan en cuenta todos los aspectos del arte como la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, el cine, la televisión. “Yo agarraría todo, desde los barrios hasta la ópera que es lo más sublime. El canto lírico es el virtuosismo en todo sentido, es la suma por excelencia de todas las artes. Entonces, cómo es lo máximo en arte, lo tenés todo elevado; lo máximo en arquitectura, lo máximo en diseño de escenografía y vestuario, de luces, de cantantes de orquesta, de todo; pero es música popular, no es aristócrata aunque mucha gente crea eso”.
Se adentra tanto en su trabajo que a veces se excede, ella misma cuenta que son muy pocas las horas diarias en las que lograr conciliar el sueño. Es una mujer entregada al aprendizaje, a la investigación y al conocimiento; lo anterior se ve reflejado en la forma como construye los personajes que va a interpretar en las obras líricas. Tiene la habilidad de meterse en la piel de los personajes que interpreta. Ellos la envuelven en viajes hacia otros mundos, en otras épocas.

“Mi relación con los roles que interpreto, es impresionante. Me meto de cabeza en un personaje. Comienzo por investigar de dónde viene y la historia de la obra; si fue inspirada en un libro me leo el libro, luego veo la adaptación de ése texto al teatro, busco cuál es mi personaje y las diferencias en el libro y la obra lírica, si vivió en la vida real o no vivió. Después me pongo a mirar todo lo que escribe el compositor en la partitura, me meto en la música, a ver qué quiere decir, y le pongo mi parte, lo que yo siento, cómo creo que es. Luego me enfrento a lo que me dice el director de escena, que es compartir lo mío con lo que él quiere, es hacer una simbiosis de todo. Así lo construyo. Es mucho tiempo encontrándolo”, comenta.
Pero a pesar de llevar tantos años dedicándose a esta virtuosa labor, Gisela Zivic, todavía siente pánico antes de poner un pié en el escenario. “las cosquillitas en el estómago nunca se quitan, es terrible y el problema es que es un segundo antes de salir, ahí sentís que te morís, que te vas a desmallar, que no sabes qué hacer. Pero ya pisaste el escenario y se te olvidó, ya estás en la jugada y ya no hay vuelta atrás, pero igual uno dice ¿por qué me metí en esta carrera? sabés que la amás pero igual da pánico, terrible”.

A Gisela Zivic la enloquece la ópera, es su vida, es su todo, ella es puro arte. Una mujer histriónica, llena de aptitudes y talentos sin fin. Tan solo su presencia, atrae millones de sonrisas y abrazos, todo el mundo quiere estrechar su mano, saludarla, hablar con ella; y a ella le encanta compartir su pasión con todas las personas. En definitiva, es toda una diva de la ópera.